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La Comisión de Acusaciones enfrenta la prueba más grande de su historia: demostrar que no es un museo de impunidad.
Por Alberto Sierra - @albertosierrave
El Consejo Nacional Electoral confirmó que la campaña presidencial de Gustavo Petro violó los topes de financiación en más de 5.300 millones de pesos y recibió aportes de fuentes prohibidas. Seis magistrados firmaron un fallo histórico, quizá el más duro que ha enfrentado un presidente en ejercicio desde que existen reglas modernas de control electoral. Pero esa no es la verdadera noticia. Lo esencial —lo que definirá si Colombia es un Estado de Derecho o apenas una narrativa— empieza justo donde termina el fallo del CNE.
El expediente, cargado de pruebas y sanciones, fue enviado al lugar más oscuro y menos confiable de la arquitectura institucional: la Comisión de Acusaciones de la Cámara. Ese sótano jurídico donde reposan las denuncias contra todos los presidentes de la historia reciente... y donde todas, sin excepción, han muerto.
Durante más de tres décadas, esa Comisión no ha podido —o no ha querido— llevar a juicio a un solo jefe de Estado. Entre archivos prematuros, dilaciones y maniobras procesales, se ha convertido en un memorial de lo que no funciona: un órgano que nació para ejercer control político y que terminó operando como un escudo de impunidad.
Ahora, allí reposan catorce procesos relacionados con la campaña Petro. Catorce. Algunos por violación de topes, otros por presuntas fuentes prohibidas. Hay un borrador interno de más de 300 páginas circulando entre los investigadores. Hay recusaciones cruzadas, expedientes acumulados, carpetas que se cierran y se abren según la presión del día. Y, como si fuera un síntoma del mismo mal, la Comisión ha tramitado denuncias políticas bajo normas penales, aplicando la Ley 600 del 2000 a un proceso que debía seguir el camino de la indignidad del cargo. Es una desfiguración jurídica que no es técnica: es institucional.
A eso se suma un hecho inquietante: los términos legales están vencidos. La investigación previa —esa fase pensada para decidir si vale la pena abrir o no un proceso— no puede durar más de seis meses. Ya van más. Y el silencio pesa.
Mientras tanto, desde el Palacio de Nariño, el Presidente calificó el fallo del CNE como un “golpe de Estado” y sugirió la idea de convocar una Constituyente. Respondió políticamente a un proceso constitucional. Transformó un hecho técnico en un episodio de confrontación. Y lo hizo justo cuando el país más necesita instituciones que hablen por sí mismas, sin ruido ni épica.
Ahí está el corazón del problema: el país no discute si hubo violación de topes. Eso ya quedó probado. Lo que está en juego es si Colombia tiene instituciones capaces de procesar una falta presidencial con la seriedad que exige la Constitución. Si la Comisión tiene independencia para investigar. Si tiene voluntad para decidir. Si los poderes públicos pueden actuar sin cálculo político.
-Quizá el examen no es para el Presidente, sino para el Estado. Si la Comisión vuelve a fallar —si dilata, archiva o congela— no será solo un error jurídico: será un golpe mortal a la confianza del país en su democracia. Nada destruye tanto una República como una institución que existe solo para simular que funciona.
O la Comisión rompe su tradición de impunidad, o confirma que fue creada para proteger presidentes, no para investigarlos. Esa respuesta definirá si seguimos siendo una república o solo una ficción.