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Por eso necesitamos rejas que nos contengan. Las exigimos porque el mismo sistema nos hace confundir entre ciudadanos y enemigos.
Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo
Yo estaba en un restaurante y ellos afuera, en medio de una alegre algarabía. Estaba inquieta y no sabía bien por qué. Al cabo de un rato detecté qué era lo que no me cuadraba en la escena: había un montón de niños jugando en la calle y ningún padre a la vista. ¿Dónde estaban los papás de todos esos niños? Miré al alrededor: estaban en la terrazas tomando tranquilamente cerveza o café, estaban en las bancas de la calle leyendo, estaban distraídos conversando con otros padres, estaban en las tiendas comprando cosas. La inquietud se me pasó cuando recordé que no andaba en Colombia.
Lo que me invadió, entonces, fue una enorme tristeza. Los niños de países inseguros como el nuestro viven enjaulados. Todos vivimos enjaulados. Hay rejas en las ventanas, rejas en el perímetro de los conjuntos residenciales, rejas en las canchas, rejas en los parques, rejas en las terrazas. Tenemos un clima privilegiado y preferimos hacernos dentro de los restaurantes porque afuera nos invade la sensación de inseguridad. Ponemos rejas para delimitar el adentro del afuera, lo seguro de lo inseguro. Estamos criando niños incapaces de disfrutar del espacio público porque los adultos también crecimos sin aprender a hacerlo. Nos mantenemos buscando rejas como sinónimo de tranquilidad. Cnstruimos las jaulas que habitamos.
Hace un año fui invitada a una residencia de escritores en la Universidad de Iowa. Antes de entrar al hotel en el que viviría, recuerdo que pregunté dónde estaba la universidad. El director del programa me miró con un gesto de confusión: «Estamos en la Universidad», dijo. Me tomó tiempo entender que la Universidad era la ciudad y la ciudad era la Universidad. No existían fronteras entre lo uno y lo otro. Las facultades, las canchas, los teatros, las bibliotecas y demás espacios universitarios estaban diseminados entre calles y casas, abiertos a cualquier persona que quisiera usarlos. No había puertas, no había barreras, no había rejas, no había nadie obligándote a justificar el derecho a hacer uso de un espacio público. Por supuesto, también había niños por todas partes. Los veías solos andando en su bicicleta o tomando el bus a una edad a la que ningún niño aquí podría salir sin supervisión.
En Colombia, en cambio, entrar a una universidad, pública o privada, es como entrar a la cárcel. Todas están enrejadas y, por lo tanto, hay que pasar por una portería y explicarle al portero a dónde y con quién es la reunión. Hay que mostrar la cédula. Hay que dejarse tomar una foto. Hay que mostrar el bolso. Ni hablemos de los supermercados en donde toca mostrar la tirilla de compras a la salida porque se parte de la base de que todo lo que va en el carrito es robado. Justo ese es nuestro problema. Nuestro sistema de creencias está basado en un error de concepción. Aquí somos culpables hasta que demostremos lo contrario. Por eso necesitamos rejas que nos contengan. Las exigimos porque el mismo sistema nos hace confundir entre ciudadanos y enemigos.
Y entre tanto, los niños crecen pensando que vivir enjaulados es lo normal. Crecen mirando desde adentro de la reja hacia afuera. Crecen asociando los conceptos de peligro y libertad.