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Cualquier intento por denunciar sus actos de corrupción es recibido con la condescendencia de quien tiene un delirio de persecución y busca descifrar el titiritero imaginario detrás de la crítica.
Por Sofía Gil Sánchez - @ladelascolumnas
Colombia y Medellín han sido el escenario ideal para comprobar que el mínimo contacto con el poder político es suficiente para revelar las verdaderas intenciones de quien transitoriamente lo ostenta. Bastó un período de gobierno para que los aliados de la paz se convirtieran en violentos corredores de la línea ética y auditores de conducta por excelencia. La fórmula para la doble moral y la falta de vergüenza es la administración de una ciudad para unos y la dirección del país para otros: como opositores exigían garantías, gritaban por la rendición de cuentas, velaban por el respeto a los derechos y clamaban por la pureza en la gestión pública; como gobernantes fueron – y otros desafortunadamente son – los maestros en señalamientos ajenos que esconden sus propias conductas.
Condenaron al olvido el clamor por la justicia y lo reemplazaron por una visión del mundo donde todos somos susceptibles de ser comprados. Una realidad paralela, tan oscura como sus mentes, en la que existe un mercado de opiniones donde se transan consciencias y el cinismo es la moneda de cambio. Cualquier intento por denunciar sus actos de corrupción es recibido con la condescendencia de quien tiene un delirio de persecución y busca descifrar el titiritero imaginario detrás de la crítica.
En medio de su impunidad llegaron a la conclusión de que el mundo entero es su escenario, los ciudadanos actores disponibles para entregar su integridad al mejor postor y la crítica un atentado contra el orden establecido. Sin embargo, la verdad tiene una forma curiosa de abrirse paso, incluso en el laberinto de engaños que cuidadosamente han tejido.
No todos se doblegan ante el peso de las empresas fantasmas, la malversación de fondos, el nepotismo, el tráfico de influencias, la lucha de clases y la corrupción. No todos se mueven por el dinero o el presupuesto desaparecido. Y aquellos con la sensatez de denunciarlos no obedecen a órdenes, conspiraciones cuidadosamente articuladas o bodegas opositoras, sino al sentido común que señala la ola de desastres tras las decisiones malintencionadas tomadas o las palabras llenas de odio pronunciadas.
Una mala noticia para los que persiguen a los medios de comunicación: los que escribimos en contra de la falta de ética en la administración pública no somos los encargados de abrir más de 30 investigaciones en la Superintendencia de Industria y Comercio, la Fiscalía, la Procuraduría y la Contraloría. Las columnas, los videos y los reportajes de miles de ciudadanos, veedurías, políticos, empresarios, periodistas y servidores públicos son una muestra de amor por nuestra ciudad, por nuestro país y la promesa que no volveremos a responder que todo, incluida nuestra esperanza, se lo robaron.