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Columnistas | PUBLICADO EL 18 enero 2021

5P. Silenciosos

Por Juan Manuel Alzate Vélezalzate.jm@gmail.com

Bajo el supuesto de que la historia nacional se puede actualizar, o mejor aún, redefinir, esta columna (como las anteriores de la serie P), pretende redefinir la historia de lo que colectivamente se entiende que es Colombia. Aquello circunscrito en ese límite geográfico arbitrario que hoy envuelve este pedacito de tierra.

Los ferrocarriles unieron la voluntad nacional en medio de diferencias políticas profundas de finales del siglo XIX. Fueron capaces de hacer a un lado las diferencias entre Cartas Constitucionales de 1863 y 1886, también la Guerra de los Mil días. Aunado a ese sueño de transportar carga de manera eficiente por el escarpado y difícilmente accesible territorio nacional, vino otro gran sueño: el de iluminar ciudades con electricidad como ya lo hacían en Londres y Nueva York, y con la misma electricidad pensar en alimentar motores de industrias para darle una mayor potencia productiva al país. Dejar el vapor para pensar en electricidad. Sueños industriales abstraídos de diferencias idiosincráticas políticas. Sueños mejor sintonizados pensando en materializar el ideal común de las personas, uno que no estaba teñido de colores políticos (rojo o azul). Uno que en cambio, estaba asociado a lograr lo mejor para todos: calidad de vida.

Vino entonces el impacto positivo de un crecimiento económico más estable y sostenido gracias a los ferrocarriles y la electricidad. De la mano de estos avances tecnológicos, fueron necesarias las universidades para acompasar ese crecimiento tecnológico: aparecieron la Universidad Nacional de Colombia en 1867, la Facultad de Minas en 1887, la Universidad de Antioquia en 1803, por mencionar algunas.

Fue en ese momento que se vio la necesidad de integrar más rápidamente la economía. En pocas palabras, acercar las geografías productivas nacionales, favorecer el tránsito de mercancías, también la importación de materias primas y la exportación de bienes nacionales. La meta era clara, superar esa barrera que representaba la geografía nacional. Aquel verde y denso tejido de selvas con topografía arisca, cruzada por tres cadenas montañosas que dieron espacio a valles tranquilos donde se asentaron convenientemente las poblaciones. Y los tres ríos caudalosos, si se quiere cuatro para llegar hasta el extremo oriental (Atrato, Cauca y Magdalena y Orinoco).

En palabras de un comerciante manizaleño que con algunos colegas soñaba con fundar una empresa aeronáutica: “pasar de las mulas al aeroplano, abandonar el polvo, los pantanos y precipicios por el azul del firmamento; dar un salto prodigioso hacia la civilización (...)”.

Él se vio motivado por el ímpetu de otros osados comerciantes que en Bogotá (1911) se atrevieron a hacer vuelos de exhibición en biplanos de madera y tela que llegaron a Puerto Colombia en cajas y desarmados. Así, se replicaron espectáculos en Barranquilla (1912), Medellín (1913) y Pasto y Cali (1921). Personas bien vestidas y elegantes, a pie, caballos y algunos en carros lujosos, atendieron extasiados a los espectáculos aéreos. Soñaban con lo que hoy parece ser cotidiano: vuelos aéreos.

Lo anterior, gracias a dos vectores. El primero de ellos, el sueño industrial que patrocinaron algunos comerciantes. Osados emprendedores que quisieron acercar sueños tecnológicos a su país para favorecer su crecimiento económico. El personal, y de la mano de eso, el de otros que, adhiriéndose a su sueño empresarial, podrían conseguir empleos bien remunerados y en ese simple empeño, alinear las expectativas de todos. Calidad de vida, acceso a salud y educación, oportunidades de progreso individual y por ende colectivo. El segundo vector, una condición de mercado internacional. El exceso de oferta de aviones “baratos” que dejó el fin de la primera guerra mundial abrió la oportunidad para que algunos pudieran adquirirlos en Colombia. Aviones que terminaron siendo piloteados por franceses, alemanes o ingleses convertidos en mano de obra en desuso.

Fue en 1931 cuando se estableció un servicio de correo entre Bogotá y Nueva York. Y en 1946 gracias a una iniciativa empresarial como Avianca, con la compra de aviones DC4 y C54 se abrieron rutas para comunicar a Bogotá con Quito, Lima, Ciudad de Panamá, Miami, Nueva York y algunas pocas ciudades europeas

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