José Luis todavía no ha cumplido 50 años pero parece que tuviera muchos más. Los huesos del rostro bien marcados, el cuerpo desgarbado y las manos como una lija. Vive en la parte baja del morro de Moravia, en una invasión a donde llegó después de que el rancho donde vivía antes, en otra invasión, se quemara. La casa donde reside ahora, antes la ocuparon otros desplazados que hace unos años salieron de ahí porque el Gobierno les consiguió una vivienda digna. Parece que ahora son él y su familia los que siguen en la línea.
La vida de José Luis puede resumirse en eso, en la espera de un turno, de un llamado, de un silbido, del pitido de una volqueta.
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El miércoles de la semana pasada se levantó a las cinco de la mañana, como casi todos los días, aunque levantarse es un decir porque toda la noche anterior llovió y las tablas de madera y plástico que forman el esqueleto del rancho de José Luis se parecen más a un colador que a unas paredes. Durmió solo con sus dos perros, que juegan y corren y se muerden la boca como si acabaran de salir de un secuestro. A un lado de la cama, el que le toca a su esposa que no está porque se fue a cuidar a la hija de su anterior matrimonio que acabó de tener un bebé, tiene toda la ropa. El clóset, el chifonier dice él, se pudrió de tanta agua que recibió y cuando llegó de trabajar se encontró la ropa en el suelo.
Todo huele a mojado, a húmedo, a mal secado, a pantano, como si el rancho llevara un mes entero recibiendo solo agua y sin ver el sol. Como si las cobijas y la ropa que está sobre la cama fueran de espuma. Por el piso hay cualquier cantidad de zapatos regados, todos tienen tallas diferentes, todos sirven.
En la otra habitación está su hijo, que trabaja por las noches en un puesto de comidas rápidas y llega cuando su papá apenas se está despertando. Se cruzan un par de minutos que son suficientes para ponerse al día. El hijo le avisa que hay un par de periodistas esperándolo. José Luis no tiene celular y no sabe leer ni escribir.
La cita era a las seis de la mañana en la estación Caribe del metro. Queríamos hacer un artículo sobre cómo era la jornada de un palero, pero un palero casi nunca sabe cuándo va a tener trabajo. Por suerte un volquetero le había prometido el martes a José Luis que ese miércoles lo iba a necesitar otra vez para un viaje. Por eso nos encontramos.
De la casa de José Luis al acopio de paleros, en la bomba de Terpel de la 65, sobre la autopista, al frente de la Terminal del Norte, hay unos 12 minutos caminando. El par de perros ritalínicos lo acompañan por las calles empantanadas de Moravia hasta la salida del barrio. José Luis lleva un morral con una camiseta de cambio y el estómago y las manos vacías. La pala, que vale $30.000 y que tiene seis meses de vida útil, la dejó en la volqueta el día anterior. Al fin y al cabo, en esa misma iba a trabajar ese día, ¿para qué se iba a encartar? Para las fotos, sacó una de repuesto que tenía sobre el techo del rancho.
José Luis llegó a Medellín desde Apartadó cuando tenía 17 años. Hijo de una mamá muy joven y un papá muy viejo no tiene un recuerdo que no sea trabajando. “Estábamos así de chiquiticos cuando nos ponían a recoger leña, yuca, frisoles, plátano. Y eso que teníamos la escuelita al frente de la casa”. Toda una vida cogiendo la pala.
Cuando no consigue trabajo de palero, José Luis se va para la plaza a rebuscar comida. Eso es lo único que compra con lo que se gana trabajando, es una búsqueda de la supervivencia más primitiva que no termina nunca.
—¿Si tuviera $200.000 qué se compraría?, pregunto.
—Comida, dice.
—¿Y si ya tuviera comida?
—Dos laminitas de zinc, pa’ no amanecer todo mojado.
Coger la pala todos los días toda una vida para eso: comida y techo.
En el acopio son 20, tal vez 30 paleros. Todos con la pala en mano, menos él. La rutina es sencilla: solo hay que esperar el llamado. Nadie, salvo José Luis, tiene una cita.
No hay hora de entrada ni de salida. Nadie sabe qué tan grande es la volqueta que tendrá que cargar o descargar ni dónde tendrá que hacerlo ni quién será su compañero de trabajo. Todo eso se define en los 30 segundos que pasan desde que el volquetero hace un cambio de luces o pita en el semáforo de la glorieta del lado del acopio hasta que dos paleros se suben en el puesto del copiloto y arrancan rumbo a la obra.
No hay nada qué negociar. El pago es el mismo: $110.000 por viaje para los dos: $55.000 para cada uno. El resto: el lugar de trabajo, las horas y las condiciones no importan, dan lo mismo.
Tampoco hay turnos ni algún orden de llegada o de salida. En cuestión de cinco segundos el volquetero señala con el dedo a la pareja de paleros que se quiere llevar. Ve el catálogo que tiene disponible y escoge, “sí, no, sí, mmm, a ver qué más hay”, como si deslizara el dedo en una aplicación de citas. Mientras los evalúa, los paleros se paran al borde de la calle con la pala en alto, como izando un arma, demostrando que no les pesa.
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A veces un cruce de miradas es suficiente para confirmar la selección de un palero, entonces este, para que todos se enteren, lanza la pala desde la acera, como si fuese una jabalina, hacia el volco.
Alguien podría comparar la jornada del palero con la del pescador o con la del cazador o el francotirador que espera sentado paciente a su presa, pero no hay pescador que pesque ni cazador que cace ni francotirador que dé en el blanco en el hervidero de ruido que es el acopio de paleros desde que amanece hasta que anochece: los buses frenan más duro de lo que pitan, la hora pico no tiene inicio ni final y el olor a gasolina, como la humedad en casa de José Luis, lo impregna todo.
Los más jóvenes, los vírgenes, los lampiños, los mejor alimentados se van primero. En un día se pueden hacer dos y hasta tres viajes. Reynaldo, un venezolano que llegó a Medellín hace tres años, está en esos gloriosos. Tiene casi los mismos años de José Luis, pero se le notan muchos menos, pues apenas cogió la pala hace un año. Llegó a la bomba de Terpel porque un conocido que trabajaba en construcción le dijo que ahí se conseguía trabajo. Unos obreros que estaban haciendo un arreglo en la bomba le regalaron la pala para hacer el primer viaje. Haciendo de a dos viajes diarios mantiene con su esposa, que cocina en un restaurante de un centro comercial, a sus tres hijos. De pareja se llevó a Alexander, un compatriota que está más fuerte y más joven que él y que lleva una camiseta muy ceñida y una pala muy brillante.
En cambio, los viejos, como Euclides, que tiene 67 años y desde hace 50 vive con su esposa, que ahora tiene 70, ya entraron en desgracia. La última vez que recibió plata fue la semana pasada cuando le cambió a uno más joven la pala nueva que tenía por una más vieja y le encimaron $10.000. En el último mes, solo hizo un viaje, pero nunca dejó de ir al acopio. Él, como el resto, esperan el llamado hasta las cinco o seis de la tarde. No hay de otra: la alternativa sería regresar con las manos vacías a la casa y esa derrota es más dolorosa que el rechazo de los volqueteros que cada vez pasan menos.
En un artículo publicado en El Tiempo hace 24 años ya se advertía que el trabajo de los paleros estaba cada vez peor: “De 18 ó 20 que había hace 13 años, pasaron a ser 6 grupos de 50 a 60 paleros. Y de 4 ó 5 viajes diarios que hacía cada uno cuando la construcción tenía algún dinamismo, ahora con suerte carga uno”, escribió el periodista en esa época donde estaba bien ponerle tilde a la o.
José Luis está en la mitad. No es joven y apetecido como los venezolanos, pero tampoco está tan viejo y acabado como Euclides. En una semana hace entre tres y cuatro viajes que se van todos en comida: aceite, arroz y huevo, principalmente.
Eran casi las 10 de la mañana cuando José Luis se devolvió para su casa a recoger la pala de repuesto porque se dio cuenta de que lo habían dejado plantado. No había ni un número de teléfono ni una placa a quien reclamarle, solo un rostro que seguramente pronto se volverá a encontrar y al que no podrá mirar de otra manera que no sea con cara de ruego para que lo escoja a él y no a los muchachos bien desayunados.
Quedamos de vernos al día siguiente en la mañana, el jueves, pero nunca llegó. El miércoles llovió toda la noche.
El jueves el día estuvo más movido. Entre las 6 y las 8 de la mañana pasaron unas cuatro volquetas recogiendo paleros, como en las épocas en que la construcción tenía “algún dinamismo”. Camilo, el fotógrafo, y yo intentamos montarnos en alguna sin éxito. Que no había espacio, que no nos dejaban entrar a las obras, que iban para muy lejos, que tenían mucho afán, que no les daba la gana de mostrarnos cómo es que trabaja un palero, como si no fuera algo que uno pudiera imaginarse: el sonido de la pala clavada con el pie en la arena mojada, el gemido del esfuerzo de la primera palada, el ruido cada vez menor de la arena cayendo en la volqueta, los vallenatos de Diomedes al fondo, la pausa para almorzar con cuchara sentado casi en cuclillas en cualquier ladrillo, los chistes censurables, el camino dichoso de regreso, el recibimiento alegre de los perros incansables, la lluvia de las cuatro de la tarde y el rancho otra vez en el piso.