Hace poco supe que en Medellín hay una panadería de ciento diez años —110—. Una panadería que nació un año después que este periódico. Una panadería que sobrevivió al Teatro Junín, al Palacio Arzobispal, al Circo España, al esplendor del barrio Prado, a los carteles, a Pablo, a las Convivir. Una panadería centenaria que se levanta en el centro como una bandera de una hipótesis improbable: en la tierra de la arepa se hornea buen pan. ¿Sí?
Se trata de la panadería Palacio, improbable en medio de los almacenes de repuestos que hay en Carabobo con La Paz, en el centro de Medellín. Tiene una fachada modesta con un pendón donde aparece el nombre, una frase fácil que dice Sabor de Tradición y también el año de la fundación: 1913. Adentro está el panadero y dueño: Gabriel Jaime Castrillón, un hombre de más de 60 años que viste camiseta blanca y blue jean, del cuello le cuelga una estampita de cuero con un símbolo religioso incomprensible.
—¿Vos sos muy católico? —en las dos paredes laterales hay sendos cuadros de la virgen, en uno a la madre de Jesucristo le cae un manto azul, dice: “Advocación: La Inmaculada Concepción Dogma De La Iglesia decretado en el año 1854”.
—Muchísimo. Católico, apostólico y romano.
—¿Y esa estampita de cuero es de qué? —el periodista equivocado le pregunta al panadero por su religión, por su pasión divina.
No contesta, ignora la pregunta. Lo imagino como un legionario y creo que es allí donde está el secreto de la panadería más vieja de Medellín. Porque una panadería de cien años en el Tolima o en Cundinamarca es apenas una maroma, pero aquí...
—Ahora no tengo mucho tiempo, porque yo vivo muy ocupado despachando aquí, haciendo panes, en la iglesia, con ancianos.
—¿La panadería fue de tu bisabuela?
—Sólo le digo que tiene ciento diez años, desde 1913.
—¿Una tradición familiar?
—No tengo tiempo —dice y se entra.
El 27 de abril de 1967 EL COLOMBIANO publicó un artículo en el que se decía que esta panadería ya tenía más de cien años y que sus orígenes estaban en Santa Rosa de Osos, donde habían hecho un imperio con sus bizcochos de yema. Los bizcochos todavía se venden y son suaves, la corteza cruje y el interior es bondadoso en la boca.
—Los prefieren mucho los viejitos, porque son suaves para ellos —dice la mujer que atiende—. Aquí viene gente muy mayor, algunos hasta se ponen a llorar porque se la encuentran de sorpresa cuando pasan por acá, entran y comen, y cuentan historia.
Gustavo Ospina es un periodista ya veterano y cuando se da cuenta de esta historia me dice que hace unos cuarenta y cinco años sus padres lo mandaban al centro a comprar bizcochos y un pan llamado pulman, un pan que no recuerda muy bien si era de Palacio o de otro lado. Pero los bizcochos eran los favoritos en su casa. Tenían que ser tan buenos, tan apetecidos, que su padre arriesgaba unos pesos para mandarlos en bus.
Eran una familia de once hijos y el único sustento que tenían venía de una panadería. Gustavo recordó con brillo en los ojos y dijo la historia agachando la cabeza, clavando la mirada en el escritorio. Es un hombre sensible que ha escrito un puñado de historias memorables, y cuando lo veo pienso en que quizá Palacio haya durado todo este tiempo por un capricho de la nostalgia. El pan no tiene que ser bueno —¿cómo es un pan bueno?—, solo debe traer el recuerdo de una infancia, de un tiempo remoto.
Se cree que la fundadora de la panadería fue una mujer llamada Carmen Palacio, lo hizo en el siglo XIX. A principios del siglo XX la panadería llegó a Medellín por una descendiente azarosa llamada Magdalena Jaramillo —abuela de Gabriel Jaime—. Por esos años Carabobo vivía en todo su esplendor, desde Prado bajaban las familias ricas a comprar parva para el desayuno o para el algo. Los bizcochos eran toda una sensación.
Un artículo escrito por el periodista John Saldarriaga hace diez años: “Las investigaciones parecen haber confirmado la versión de que un religioso español del Seminario de Santa Rosa les enseñó a las pioneras algunas recetas para que las adicionaran a las propias. Dicen que fue él quien les dio secretos para el bizcocho de yema”.
Cuando era niño vivíamos en el barrio Santa Fe y mi madre me mandaba a la panadería a comprar dulces, no panes. De todo: pastel de guayaba, de guayaba con queso, de arequipe, encarcelados, rollos, peras. ¿Panes? No, panes no, el pan solo para el sánduche. Tostadas, bizcochos, caladitas. Y antes que todo: la arepa.
Le pregunto a la cajera de la Panadería Palacio por los precios. Palito de queso 2.500 pesos; pastel de guayaba 3.500; encarcelado 3.500, torta con fruta cristalizada 8.000, paquete de bizcochos 8.000. Los pasteles tienen una textura particular: el hojaldre no cae, la masa se mantiene apretada como si fuera una arepa rellena.
Nicolás Loaiza —antropólogo, exdirector del Instituto Colombiano de Antropología— me da una respuesta retórica cuando le preguntó cómo en Medellín puede sobrevivir por más de cien años una panadería; en Medellín donde el pan fue francamente malo antes de las miguerías, las Eduardo Madrid, las Santa Leña. Su respuesta fue: “¿Y si la arepa es un pan?”. Luego dijo más: el pan latinoamericano a diferencia del europeo tiene la fórmula un dulzor, un azúcar porque en los países pobres necesitamos calorías. Además, queremos mucho por buen precio: un pan con arequipe, con guayaba, con brevas.
En América se domesticó el maíz hace unos diez mil años. Lo hicieron los mexicanos y los peruanos, esas dos grandes culturas indígenas que nos irradian hasta hoy. Cuando los europeos llegaron con el trigo se encontraron con que era sumamente difícil cultivarlo. Después de siglos, no hay un cereal más producido en el mundo: 850 millones de toneladas. Pero en esta tierra de la arepa hay pocos asaderos de arepa; hace décadas compramos las arepas frías, en bolsa sellada. En barrios populares de ciudades como Pereira y Armenia los asaderos de arepas son una obligación de las mañanas y las noches; las arepas se compran al menudeo, calientes.
Nuestro pan —la arepa— perdió la familiaridad del asador, del pedido rápido y barato.
Dice Nicolás Loaiza:
—La búsqueda del pan tiene más que ver con el clasismo; casi todo lo que hacemos como seres humanos no solamente es para nosotros, nos sirve para darle información al que está al lado, al que nos ve. El pan es más europeo, y en esa medida con él queremos traer un cierto blanqueamiento cultural. Comemos más maíz y menos pan porque nos pesa la tradición, el gen. Oíste, pero si es muy rara una panadería de más de cien años en Medellín.
En una presentación del Águila Descalza —¿o será en una entrevista?—, el enorme actor Carlos Mario Aguirre dice que en su juventud se comían en el centro de Medellín los mejores pasteles encarcelados —arequipe, guayaba, brevas—. ¿Sería en la panadería Palacio? No encuentro la referencia.
En Medellín nunca fuimos de hornos, fuimos de aceite y de fritos. Recuerdo a mamá, joven y bella, fritando buñuelos y empanadas. Recuerdo una zanahoria al fondo de la olla hirviente. Recuerdo los pasteles de pollo que vendía doña América, la señora de la tienda. ¿Para qué pan si existía la alegría de la grasa?
No sé.
Pero a todas estas, ¿cómo sobrevivió la panadería Palacio? No se sabe. Me quedo con lo dicho por la cajera: vienen viejos y se ponen a llorar porque recuerdan que de niños venían y comían los bizcochos suaves de yema de huevo. De niños, con dientes de leche, los podían morder con facilidad, de ancianos sin dientes, también.