Vista desde el bus, cuando nos acercamos al Centro, cruzando el puente próximo al Palacio de Exposiciones y Plaza mayor, la torre y su aguja rematada por un florón sobresalen entre las demás edificaciones, recortándose contra las montañas y el cielo.
Las montañas y el cielo, catedrales de lo excelso, torres de silencio, enmarcan el bloque de realidad y sueño de la iglesia, cuyo frontis mira al este, al sitio donde surgió el núcleo inicial de esta villa. A su espalda están el río Medellín y lo que antes se llamó Otrabanda, es decir, los terrenos y barrios de la margen occidental de este afluente.
Contemplar iglesias desde el bus en marcha es una delicia, una aventura íntima, porque parece que se mueven, se acercan, se alejan, se precisan, se velan. Así me ha pasado con la de San Judas, en Castilla, cuando voy por la autopista norte; con la de Jesús Nazareno, de afrancesado estilo, entre Carabobo y Juan del Corral, próxima a la Facultad de Medicina; con la del Perpetuo Socorro, parecida a la del Sagrado Corazón, aunque más voluminosa, vecina al Hospital General; con la de Manrique, de piedra clara y un gótico exaltado.
Con la de Barrio Triste me embebo cuando vengo desde el sur, de Itagüí, de Cristo Rey: en este último barrio la iglesia se recoge al fondo del parque, y es una visión plácida a nuestro paso por la Avenida Guayabal.
La de Barrio Triste es una iglesia ubicada en un enclave laberíntico y grasiento, por la multitud de talleres de mecánica automotriz que la rodean y por la grasa que ennegrece las calles. También abundan los almacenes de autopartes, los aserríos, restaurantes. Su ubicación en este paraíso de las latas y el hollín ha contribuido a su deterioro. Al ser un paraje mercantil, intrincado y poco seguro, no es muy frecuentada, aunque tiene sus devotos.
El barrio se llama Sagrado Corazón, más conocido por la gente como Barrio Triste. Entre otras cosas tuvo fama como nido de desguazaderos de autos robados, aunque acaso este renombre ya no sea tan justo hoy, porque esa zona ha mejorado, tanto en aspecto como en imagen. Siempre ha sido célebre por poseer los mejores mecánicos de la ciudad.
La iglesia está inmersa en ese tejido de manzanas entre las calles San Juan Y Colombia, cerca del Edificio Inteligente.
Ella también es inteligente, aunque en otro nivel, pues ha sabido mantenerse en la oferta espiritual, desde hace décadas, y posee una feligresía muy curiosa, mecánicos en su mayoría, porque el sector no es residencial. Quizás no sea la parroquia más apetecida por los curas, ni la que más aportes económicos haga a la Curia. Sus párrocos deben tener un poco el Cristo de espaldas.
Las iglesias, gigantes centenarios, hunden muy hondo en la tierra sus raíces, y pareciera que tocaran los infiernos, del mismo modo que sus torres parece que alcanzaran los cielos.
La del Sagrado Corazón es otra de las obras del arquitecto belga Agustín Goovaerts . Tiene su cuento.
Años atrás, por allá en los inicios del siglo XX, los preceptores de la moral, en su lucha contra la licencia, tuvieron la idea de construir una iglesia en Guayaquil, sitio poblado principalmente por comercios y cantinas. Creyeron que levantando un templo católico, el lugar se poblaría, erradicando los focos de degeneración. Orinaron fuera del trasto, porque los pobladores ideales nunca predominaron. Venció el comercio.
Acaso el fracaso de los moralistas se debió al paso de las líneas del ferrocarril por allí. Más adelante, cuando las vías férreas se trasladaron al lado del río y se construyó la Avenida del Ferrocarril, el sector se independizó más de Guayaquil y configuró lo que hoy es Barrio Triste.
La iglesia del Sagrado Corazón fue construida en terrenos donados por la Sociedad de Fomento Urbano, donde funcionaba el almacén de Enrique Mejía y Compañía. Impulsaron el proyecto el sacerdote Valeriano Moncada y los señores Nolasco Posaday Valentín Vieira . La primera piedra se colocó el 16 de noviembre de 1923, con la autorización del arzobispo Manuel José Caycedo . Un socio de Goovaerts, Jesús Mejía , continuó los trabajos desde 1928, porque el belga regresó a su país. La iglesia se terminó en 1941 y ese mismo año fue establecida como parroquia.
Curiosidades que impulsan la construcción: el dinero se consiguió gracias a las actividades desarrolladas por la Sociedad de Mejoras Públicas. Se recabó la exención de impuestos por parte del Concejo Municipal y la exoneración de fletes de ferrocarril por favor de la Gobernación. El material de playa se extrajo del río Medellín, con lo cual se abarataban costos, y el propio arquitecto mermó voluntariamente sus honorarios, pues se dice que Goovaerts era un hombre de profundas convicciones religiosas. Varios ciudadanos entusiastas donaron sus joyas para que el proyecto llegara a feliz término. Así por ejemplo, Doña María Josefa de Santamaría , quien ofreció un solitario de diamantes avaluado en doscientos pesos, y don Luis Fernando Botero , un prendedor para caballero con rubí, que valía sesenta pesos.
La iglesia del Sagrado Corazón es una construcción muy particular, dentro del gótico trashumante que Goovaerts implantó aquí. En esta oportunidad el arquitecto belga no se derritió en ornamentación. El resultado fue una obra de proporciones modestas, recogida, sin muchos aliños exteriores.
Quienes pasamos hoy por allí y la observamos por fuera la vemos atacada por el verdín y con notorias señales de deterioro físico. En la puerta principal hay una cartulina con un aviso: la iglesia está abierta de lunes a domingo, de 6:30 de la mañana a 2:30 de la tarde.
En el ábside el abandono es mayor: esta parte se utiliza, por un lado, como parqueadero de los autos de la iglesia y, por otro, como depósito de unos fabricantes de carpas, que se apropiaron un pedazo, donde guardan hierros.
El templo sufre un opresivo cerco de negocios. Qué profusión de vehículos aparcados al borde de las calles, de comercios de rines y demás autopartes. Qué ringleras de neumáticos en las aceras de los montallantas. En este pandemonio de los repuestos y grasa ralean restaurantes y al pasar por uno de estos alegra ver que dos individuos juegan ajedrez en el mostrador, de pie, que están al final de la partida, que el rey negro está en apuros y huye desesperado del implacable ataque rival. En una esquina un hombre vende chuzos.
Entras en la oficina parroquial y encuentras a la secretaria sola detrás de la reja, al otro lado de la desierta salita de espera, donde algunas sillas plásticas blancas semejan ordenados seres sin sobresaltos. La mujer es joven. Se la ve ocupada, trabajando en unos papeles. Te informa que la misa de las seis de la tarde debió suprimirse porque asistían a lo más cinco personas.
Le hablas de lo abandonada que está la faz de la iglesia, ella te dice que sí, que es una lástima, pero que por dentro es un lujo, que alberga tesoros artísticos tales como sus altares, traídos desde Pietrasanta, y su viacrucis, importado de Venecia, además que fue declarada monumento nacional en 1968. Y esta lealtad con el sitio que nos da de comer me regocija.
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