Este viernes, al lado del Papa, el franciscano Raniero Cantalamessa reflexionó sobre la violencia en la sociedad contemporánea y, de paso, condenó el abuso de niños cometido por religiosos.
Las palabras del sacerdote parecían un paso más de la Curia Romana, tímido y tibio por cierto, en un proceso aún no concluido de mea culpa sobre los horribles casos de pederastia que por miles se denuncian en estos días y que hacen un daño colosal a la fe de tantos creyentes.
Pero a Cantalamessa, en lugar de limitarse a condenar sin ambages la pederastia y asumir la responsabilidad de ciertas diócesis en el vergonzoso encubrimiento de los culpables, se le ocurrió hacer referencia a los judíos como víctimas de "violencia colectiva" y comparar su sufrimiento con los ataques que soporta la Santa Sede por estos días. Para rematar, leyó apartes de una carta de un amigo judío que dice estar "siguiendo con disgusto los ataques violentos y concéntricos en contra de la Iglesia y el Papa" y agrega que "el traspaso de la responsabilidad personal y la culpa a una culpa colectiva me recuerdan los aspectos más vergonzosos del antisemitismo".
Con razón, los judíos reaccionaron con indignación. La comparación es ofensiva, menosprecia el dolor inmenso del Holocausto y los millones de judíos asesinados por su condición y, además, confunde víctimas y victimarios.
Me explico: es verdad que la culpa de los curas pederastas no puede extenderse a la Iglesia o al Papa y que se está aprovechando para atacar con saña a la Santa Sede. Pero ese no es el punto central del debate ni puede serlo y se equivocan quienes pretenden defender la Iglesia por esa vía.
Para empezar, porque la Iglesia no son los sacerdotes, obispos y cardenales sino, sobre todo, la congregación de fieles cristianos. La Iglesia son esos miles de niños vejados, maltratados, abusados sexualmente, por quienes debían amarlos, guiarlos, protegerlos. La Iglesia son esos miles de niños, sus padres, familias, amigos y comunidades, son esas víctimas, a quienes sacerdotes, obispos y cardenales deben pedir perdón y a quienes debe repararse. Es cuidar a esa Iglesia de a pie, de cristianos comunes y corrientes, lo que debe obligar a una severa reflexión sobre las causas que permiten que personas que no merecen sino ser llamados criminales, se escuden bajo el ropaje del sacerdocio y traicionen su confianza. Y sobre las razones que llevaron a que obispos y cardenales los hayan encubierto.
Y son esos centenares de sacerdotes y religiosos pederastas quienes deben ser apartados de la Iglesia, denunciados y entregados a la justicia, y condenados sin ambigüedad de ningún tipo. El camino lo señaló el entonces cardenal Ratzinger cuando hace cinco años, en el Viacrucis de Semana Santa y con Juan Pablo II agonizando, clamó "¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar entregados al Redentor! ¡Cuánta soberbia! La traición de los discípulos es el mayor dolor de Jesús".
Dicen que esas reflexiones fueron las que elevaron a Ratzinger al Pontificado. Pues bien, éste es el momento de asumir las culpas. Y de hacer los cambios.
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