Se divulgó esta semana el estudio sobre el Índice de Percepción de Corrupción (IPC) por parte de Transparencia por Colombia, y nuestro país salió muy mal. Peor que muchos países que considerábamos menos honrados que nosotros.
El informe diagnostica que la ausencia de sanciones efectivas y oportunas, y la prevalencia de prácticas de abuso de poder "en todas las ramas del poder público" son las causas de que nuestro país se perciba como uno de los más corruptos no sólo en América Latina, sino en el mundo.
Concluye el informe que "la corrupción en Colombia ha adquirido un carácter estructural". Es decir, no es un fenómeno aislado visible en escándalos más o menos recurrentes, sino que se enquistó en la forma misma de concebir lo público y el ejercicio de cualquier forma de poder.
Un resultado como este no sorprende a nadie. Aunque sí puede ser paradójico que caigamos aún más en el deshonroso escalafón de países corruptos, cuando en lo corrido de la administración Santos no se conocen escándalos que involucren a altos funcionarios. El único ministro que ha tenido que renunciar por indelicadezas fue el de Transporte, Miguel Peñaloza, pero por hechos anteriores a su posesión en el cargo, y que no han sido objeto aún de pronunciamiento judicial o disciplinario.
La inoperatividad judicial para aclarar y sancionar casos de corrupción es una de las mayores fallas nacionales en el funcionamiento y vigencia de nuestro Estado de Derecho.
La justicia no solo no aclara, no sanciona ni resuelve, ni logra resarcimientos a favor de las arcas públicas saqueadas, sino que sus más altas instancias han incurrido en prácticas que sin timidez pueden catalogarse de corruptas.
Y el papel de los organismos de control no es eficaz. El nombramiento de la cúpula de estos entes es de origen netamente político -el Congreso de la República- y eso es una rémora insuperable para lograr resultados en la lucha contra la corrupción.
¿Cuál es la actitud de la sociedad frente a esta penosa realidad que lleva décadas lastrando el desarrollo del país? No parece ser muy enérgica. Es una sociedad que se encoleriza con un senador ebrio y prepotente, pero que no se inmuta ante desfalcos continuados de miles de millones. Y son esas cifras de miles de millones las que, ante el inabarcable número de ceros a la derecha, parecen anestesiar la capacidad de indignación de quienes pagan impuestos a sabiendas de que irán a bolsillos particulares.
El comportamiento corrupto, eso sí, no es sólo de los servidores públicos. Siempre hay alguien desde el sector privado dispuesto a untarles a aquellos la mano y engordarles los bolsillos. No hay, pues, que soslayar el papel de partícipe necesario del empresario sobornador que coopera a que el clima de podredumbre nacional haya llegado a los niveles que sufrimos hoy.
Tenemos cientos de normas que regulan la contratación pública hasta detalles asfixiantes y, sin embargo, cada resquicio es aprovechado por los carteles que florecen en el contubernio público-privado para esquilmar al máximo los recursos públicos.
El asunto no es tanto cuestión de normas, sino del clima ético imperante en la comunidad. Que es malo. Que no tiene escrúpulos para glorificar al avivato y que traslada el desprecio a quienes, en su decencia, sí cumplen con la ley.
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