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Este no es un país para viejos

  • Este no es un país para viejos | Juan José Hoyos
    Este no es un país para viejos | Juan José Hoyos
22 de enero de 2011
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No me gusta leer los periódicos en enero. Traen malas noticias en una época en la que uno todavía no está preparado para recibirlas. Después de tres semanas de vacaciones sin pensar en crímenes, muertes y catástrofes, abro con temor las páginas de las ediciones atrasadas? Cuando leo los avisos fúnebres veo que la lista de los amigos que mueren es cada vez más larga.

Lo pensé hace dos años cuando leí El Colombiano del 31 de diciembre de 2008 en mitad de enero y vi el aviso de la muerte de Héctor Mejía Restrepo. Enseguida sentí un nudo en la garganta. No había podido volver a visitarlo, aunque sabía que estaba enfermo, porque al final de su vida cambió de casa y perdí su rastro. Tenía para él, sobre mi escritorio, un regalo que jamás pude darle: " Este no es un país para viejos ", la novela espléndida y amarga de Cormac McCarthy.

Desde que lo conocí, Héctor Mejía se volvió uno de mis personajes inolvidables. No había oído hablar de él, excepto por su libro sobre la vida de Don Gonzalo Mejía. Ni siquiera sabía que hacía parte de la junta directiva de El Colombiano. Les doy las gracias a Víctor León Zuluaga y a Ricardo Mejía por invitarme a conocerlo una tarde. Él estaba con ellos, almorzando, vestido de saco y de corbata, a pesar del calor. Tenía unos 62 años y un motilado de muchacho. Hablaba sin afanes, construyendo cada frase con una sabiduría extraña. Era dulce, pero decía cosas demoledoras. Cuando nos despedimos, me di cuenta de un pequeño milagro del que no hablé con nadie: había encontrado un amigo que no conocía.

Por fortuna, volvimos a vernos. Víctor León y Ricardo me invitaban a sus tertulias, en las que él participaba. Cada dos semanas, por las tardes, íbamos de paseo a las librerías. Él compraba libros y revistas en varios idiomas. Peleaba con algún librero que no le tenía listo el material que le había encargado por teléfono. Me hablaba de autores que le gustaban. De música que oía. Nos tomábamos una copa de vino en un lugar tranquilo, donde el ruido no le ponía los nervios de punta. Hablábamos de su vida, de su familia, de la historia de Antioquia y sus grandes hombres. Al final de los paseos, me decía que estaba cansado y se sentaba en cualquier parte: un pequeño muro, el borde de una fuente. "Me estoy volviendo viejo", decía cuando recuperaba el aliento y me pedía que le ayudara a caminar. Entonces hablaba del accidente que acabó doblegándolo, y lo obligó a usar un bastón y, luego, una silla de ruedas. De pronto, empezó a hablarme de autores que yo no conocía y a regalarme libros. Tengo en mis manos " Meridiano de sangre ", de Cormac McCarthy, con unas bellas palabras escritas de su puño y letra. También, " Trenes rigurosamente vigilados " y " Una soledad demasiado ruidosa ", de Bohumil Hrabal, el escritor checo que tanto amaba. Un día visité su biblioteca. Estaba en una casa del Alto de Santa Elena. Muchos de los libros se hallaban en cajas, en una pesebrera abandonada. Había filosofía, historia, economía, literatura, política: lo único que logró salvar de la quiebra de su última empresa en Ecuador, luego de la crisis cambiaria. Se los trajo en un camión. Hablaba de ellos en voz alta mientras daba cuenta de un plato de fríjoles cocinados con la receta de su abuela.

A veces, después de una tarde de música, de historias y de vino, hablaba de su novela. Me advertía que todo lo que contaba en ella había ocurrido. Existieron sus personajes: Hermenegildo, José María, Samuel y Luis, y el uno fue el padre del siguiente. Sucedieron las guerras y los crímenes que se narran, desde 1799 hasta el 2000. Las historias estaban basadas en los cuentos que le contaron sus antepasados, muy ancianos, por el año 1950. Yo siempre quise leer el manuscrito. Él me decía: "Es mejor que sigamos siendo amigos".

Hace un año, su familia y sus amigos lo publicaron en una edición privada. Gracias a Ricardo, tuve la fortuna de leerlo. Se llama " El cuarteto de Medellín ". Es una novela de 638 páginas, sabia, brillante, soberbia. Cuenta la historia de la familia de Don Manuel Mejía y su descendencia, desde la Independencia hasta hoy. Está dividida en cuatro libros que abarcan cuatro épocas y cuatro vidas. Apenas la leí, pensé: Toda gran obra de arte es una conversación sin palabras con el misterio, es una revelación inexplicable de nuestra propia alma, es un soplo lejano de Dios. Desde las cuevas de Altamira hasta las arias de Bach y Mozart, el artista nos muestra la parte fundamental de todo lo que existe. Creo que Héctor Mejía ha logrado hacer todo eso en las páginas admirables de su " Cuarteto".

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