Era tal la tensión y la angustia en la noche del miércoles, cuando se confirmó la muerte del padre Calixto, que no pude aguantar más y me atreví a irme de madrugada, aún oscuro, para donde el padre Nicanor. Apenas despuntaba el día y, en medio de la luz lechosa del alba llegué a la casa del tío. Yo sabía que él era madrugador. Vi la luz de su pieza encendida. Sintió el estertor del carro arrastrándose hacia la casa y él mismo salió a abrir, enfundado en la larga ruana gris que yo mismo le había traído de Boyacá hace muchos años.
-No hagas ruido, que se despierta Mariengracia.
La pobre se la pasó llorando toda la noche. Casi no se duerme. Hace rato que estoy despierto. Tú sabes que a mí me gusta rezar los maitines "en par de los levantes de la aurora", que decía san Juan de la Cruz.
-Padre, estoy triste. La cama era un infierno de incertidumbre y de tristeza pensando en la última noche de nuestro amigo, el padre Gustavo Vélez, y entonces me vine para donde usted. No podía aceptar estar yo acostado y caliente bajo las cobijas, sabiendo ya cómo había sido su agonía, aterido de frío allá en la montaña. ¿Tiene sentido este trágico final para un misionero tan amable, tan gozador de la vida y tan humano como el padre Gustavo Vélez, colega y amigo suyo y tan cercano a todos nosotros?
-Mira, muchacho, no me hables en ese tono amargado y falto de fe y de esperanza, porque no fue eso lo que nos enseñó Gustavo. Me enternece pensar -y no me entiendas mal- que Dios armó toda esta tragedia, como escenario místico, para abrirle la eternidad en par de los levantes de la aurora (repito el verso de san Juan de la Cruz, a quien él tanto amaba), luego de una larga y purificadora noche oscura. Ser cristiano, y más aún ser sacerdote, es estar dispuesto a saborear la muerte, de pronto sin consuelos ni acompañamientos, en la soledad del misterio, en la angustia del martirio, de la enfermedad, del sufrimiento, abandonado simplemente en los brazos amorosos de Dios, que nos espera a la vuelta de situaciones tan inexplicables como la que nos ha arrebatado a nuestro amigo sacerdote.
-Él lo quería a usted mucho, tío. Cuando hablábamos por teléfono siempre, antes de cualquier cosa, me preguntaba cómo estaba el padre Nicanor. Gozaba mucho con sus ideas y sus decires y me advertía que lo cuidara, que no se lo dejara morir.
-Mira por dónde le tocó a él antecederme. E iluminarnos de esperanza este resto de vida que nos queda.
-El morir, tío, el morir?
-El morir, hijo, es el nacer. Con el padre Gustavo hablábamos a menudo de cómo en la Iglesia primitiva, en el martirologio, (él amaba la antigua liturgia, los viejos latines, sin anquilosarse nunca en inútiles nostalgias) el día del martirio, de la muerte, se llamaba " dies natalis ", el día del nacimiento. Morir es nacer a la eternidad, muchacho, pero no considerado el más allá como una entelequia metafísica, sino como plenitud de amor en Dios.
-¿Entonces usted no está triste, padre Nicanor?
-No, hijo. Me duele su ausencia, pero estoy alegre. Coronó su vocación, su misión, lo que Dios quiso para él, aunque no vamos a tener cómo reemplazar lo que él fue para nosotros, para tantos a los que ayudó sacerdotalmente, como hermano, como amigo.
-Por eso estamos tristes, tío.
-Para los creyentes la muerte es una fiesta. A Gustavo le gustaba esa tesis arrevesada mía de que el morir es una forma de ternura. Ternura de Dios, que nos acoge amoroso en esa esquina del tiempo que es la eternidad. Ternura, por supuesto, de quienes lloramos a un ser querido y descubrimos en su muerte todo lo que lo amábamos. La ausencia, hijo, es también ternura, un más acendrado amor que amanece al final de la noche, en par de los levantes de la aurora.
Pico y Placa Medellín
viernes
0 y 6
0 y 6