Por la serpenteante carretera que Roberto Cardona abrió hace 72 años con ayuda de José Areiza, Manuel Gutiérrez y "un Juan", de quien olvidó su apellido, subimos a buscarlo en su casa de El Salado.
Roberto Cardona, a quien muchos le dicen don Robertico, es uno de esos antioqueños de los que habla el himno. De los últimos que quedan de machete, carriel y ruana.
Sentado en la cumbre de sus 96 años, con sombrero negro de fieltro y cubierto por una manta, permanece como un rey que ya poco hace, pero que vive al tanto de lo que sucede en esa finca cafetera que es su casa.
Darío, su hijo, lava el patio frontal. Más allá, en las montañas, se alcanzan a ver algunos secaderos de café, hechos hace tiempo por Hernán, el hijo mayor. Dos perros oscuros y peludos se acuestan cerca de don Roberto, a quien Orbilia, su hija, le trae jugo en taza.
"Tenía 24 años cuando principié esa carretera", recuerda. Habla sosteniendo su cabeza con una mano y los ojos cerrados como si mirara hacia adentro. En ese tiempo, Roberto tenía una tienda de abarrotes.
Su fortaleza era la venta de panela. "Un don Atanasio Vargas" le daba la carga tan barata, que él podía vender a cuatro centavos el par, en tanto que en otro granero cercano la vendían a seis.
Era tanta la demanda de panela, que debió conseguir donde almacenarla, cerca de la fábrica de Rosellón y la hacía subir en bestias varias veces a la semana. Pero pronto ni el bodeguero ni las recuas fueron suficientes. Fue entonces cuando decidió abrir la carretera. "Pero claro que no hicimos una vía ancha, como la de hoy, aclara don Robertico. La hicimos apenas para que cupiera una escalera".Los salados
Roberto vivió en El Retiro, donde su padre "alzó con todos nosotros cuando yo tenía nueve años". Allá extraían sal de manantiales que llamaban Los Salados.
Pasaron a Caldas, donde trabajaron en la finca de Gustavo Vélez. "Allí cuidaba un ganadito lechero y me volví tan buen trabajador, que cuando mi papá decidió que volviéramos a El Salado, pues en vista de que había tantas mujeres en la casa -de 12 hijos, sólo 4 éramos hombres-, él dijo: que se vayan todos, pero usté no, Robertico". Carlos Antonio habría de morir seis años más tarde. En tanto, Ana Rosa (su mamá) vivía en un rancho situado justo en la finca que hoy habita Roberto, pero era ajeno.
El cine era su pasión. En tiempos de la tienda, solía ir los sábados a Medellín a ver las películas del teatro Junín. Después se ennovió y se casó, en 1941, con Adelfa Gallego, venida de Pueblo Rico.
"Éramos como todos: a veces alegaba ella y yo callaba. Seguramente a veces alegaba yo y ella callaba".
Roberto mantenía café en la trastienda. Compraba verde y vendía al tiempo, ya maduro. Así compró dos casas en el centro de Envigado. Una, para su madre; la otra, la arrendó. Y así pasó el tiempo hasta 1955, cuando unos manizalitas le ofrecieron la finca de El Salado por 14 mil pesos. Cambió las dos casas del pueblo por aquella propiedad, en la que pastoreó vacas de leche y volvió la madera carbón para surtir a su hermano Joaquín, antes de sembrar 200.000 palos de café.
No está Adelfa a su lado. Ella murió en noviembre de 2007 por problemas respiratorios. No está para consolarlo ahora que la ciática, la única roya que le ha entrado, y que le ha limitado los movimientos y no lo deja recorrer esa montaña sembrada de café que tiene en la zona suroriental de Envigado, donde es un personaje amable y respetado.
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