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BOTELLAS DE NÁUFRAGO

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13 de septiembre de 2014
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Cuando yo tenía diecinueve años amaba una máquina Brother que me regaló mi abuelo materno, el viejo Alberto Ramos. En ella escribía mis primeros textos: la reseña de una película, la entrevista a unos artesanos callejeros, el reportaje a un cantor.

En principio escribía sin preguntarme si mis textos le interesarían a algún editor. Solo le obedecía al instinto: sentía ganas de sentarme frente a la máquina Brother para borronear un párrafo tras otro. Eso era todo.

Las únicas personas que leían lo que escribía eran mi tío Gonzalo y mi primo Teoba. No necesitaba más lectores para sentir que aquello valía la pena.

Un día empecé a cultivar la ilusión de que me publicaran en un pequeño diario de Barranquilla, la ciudad donde nací. Era tan tímido que no me atrevía a entregarle el texto, personalmente, a algún redactor: siempre lo dejaba en la recepción dentro de un sobre de manila.

Los domingos compraba el diario con la esperanza de que me hubieran publicado la nota. Para hacer eso tenía que desangrar mi escasa mesada de estudiante ojeroso. Sabía de antemano que no me habían publicado nada, pero insistía. De manera inconsciente estaba construyendo una pedagogía de la decepción. Eso, según me diría años después el maestro Germán Vargas Cantillo, es algo necesario cuando se empieza a escribir.

Era doloroso que no me publicaran, por supuesto. Sin embargo, al otro día volvía a sentarme frente a la máquina Brother. Sé perfectamente que todo lo que escribí entonces eran puras tonterías, pero hay que ver la fiebre con la cual las defendía ante mí mismo.

El premio más hermoso a esa terquedad apareció, por fin, una mañana de 1999. El editor Jesús Aníbal Suárez me llevó al Colegio San Bartolomé de la Merced, en Bogotá. Allí habían comprado varios ejemplares de mi libro "De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho", publicado por la editorial de Suárez, "Ediciones Aurora".

Como en el San Bartolomé de la Merced se celebraba la Semana Cultural, me invitaron a charlar con los niños. Una profesora les había encargado esta tarea inesperada: leer mi libro y luego proponer nuevas portadas en retazos de cartulina.

Cuando llegué al colegio vi las paredes invadidas de aquellos cuadros infantiles. Me pareció hermoso. Algunos niños se me acercaban para contarme, orgullosos, cuál era la pintura de su autoría; otros me hacían preguntas, otros más me contaban lo que sintieron al leer algunas crónicas.

De pronto descubrí que me sentía conmovido, como con ganas de llorar. Entonces me acordé de cuando escribía sin que los editores me pusieran atención. Esta no es una historia sobre la calidad que hay que tener al escribir, repito, sino sobre cómo a veces, al resistir, pueden sucederle a uno episodios felices.

Aquella emoción profunda no le pertenecía al autor de treinta y seis años que yo era entonces, sino al muchacho de diecinueve que había sido años atrás, el muchacho afiebrado que seguía arrojando al mar sus botellas de náufrago, aunque nadie las encontrara.

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