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Para durar leyendo, hay que estar cómodo

Unos leen acostados; otros, parados. Esto recomiendan los expertos.

  • El médico Fernando Hernández aconseja no leer acostado. Sugiere estar sentado y, ojalá, en una silla ergonómica. FOTOS sstock
    El médico Fernando Hernández aconseja no leer acostado. Sugiere estar sentado y, ojalá, en una silla ergonómica. FOTOS sstock
  • Para durar leyendo, hay que estar cómodo
  • Para durar leyendo, hay que estar cómodo
08 de mayo de 2018
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La lectura es un hábito y como tal, no hace al monje... pero habla de él lo que no está escrito. Cada uno va desarrollando gustos y manías para acompañar esa acción placentera.

Hace unos días escuché a un lector decir que había obtenido una silla estilo Luis XV y, desde que la vio, decidió que la dejaría para esta actividad que en él ocupa parte de las noches. La acompañará de una lámpara que arroje un chorro de luz sobre el libro y la pondrá junto a una mesita donde pueda descargar la botella y la copa de aguardiente.

La escritora Claudia Ivonne Giraldo dice que esta —la del trago— es una parte importante de una situación especial para la dulce actividad. “Cuando era feliz e indocumentada —señala, refiriéndose a una época cuando en su vida había más tiempo para el ocio, menos compromisos y ningún hijo— leía de noche, con un vinito o, cuando menos, con un cafecito”. A esa atmósfera creada, “si le añadimos un sofá, una mantica para los pies si hace frío y hasta una chimenea, sería ideal”.

Pero como sus días están llenos de trabajo académico, lee desde las tres de la madrugada. La lectura le sirve para solucionar su problema de insomnio. No porque la duerma, sino porque la entretiene cuando el sueño no pone goma en sus ojos para pegárselos. Y siempre lee acostada.

Tiene otros momentos para leer con la boca cerrada “que es tan sabroso”: en el metro, en un avión. No le estorba el ruido.

Otro que lee acostado es Jorge Franco. Lo suyo son novelas y cuentos, porque son los géneros que escribe, y a veces poesía, “para refrescarme”.

Lee de noche. “No, no es acostado del todo. Es reclinado. A veces pongo música clásica o jazz a volumen bajo. Otras veces, en silencio”. Y dura tiempo en esa posición en la cama. ¿Beber? No. Ni café, ni licor. A veces agua o gaseosa. Otro sitio en que lee es en el estudio. Allí no se acuesta; se sienta en la silla y apoya el libro en el escritorio.

“Creo que lo importante, para durar un buen rato en una posición es descargar el libro o la tableta. Uno se cansa es de sostenerlos”.

Otro lector y un médico

Memo Ánjel reconoce que fortaleció su vocación de lector en los bares.

Libros de historia, novelas policíacas, biografías —“acabo de comprar una de Leonardo Da Vinci; aquí la tengo”— ocupan su mesa de lectura y son los que lleva apretados entre un brazo y el costado.

En la actualidad prefiere las madrugadas para entregarse a su vicio solitario. “A esa hora estoy descansado y con las pilas puestas”. Prefiere la lectura íntima a la grupal, porque en ella uno busca respuestas a inquietudes propias.

Como es profesor, pasa mucho tiempo en la universidad, así que lee en cualquier espacio público, como el bulevar. No le estorba el ruido. La clave está en la concentración. “Soy un tragador de tinto y fumador empedernido” y estos dos elementos acompañan el placer de leer.

Si los oyera Fernando Hernández, médico de la Clínica las Américas, a Claudia Ivonne y Jorge les diría: “por principio, acostado no es una buena postura para leer. No es ergonómico”. Y no se extrañaría de verlos en su consultorio, aquejados de “dolor de espalda bajo”. Explica: “al acostarse a leer, forman una curvatura anormal del cuerpo, con flexión del cuello. Comúnmente decimos que se está volviendo maletón”. Agrega que todo el mundo tiene derecho a conseguir una silla apropiada para resistir varias horas leyendo. Y a Memo, ¡que ni que le sienta su humareda!

Memo Ánjel también lee parado. Se percata de no hacerlo en cualquier parte. “Un día estaba leyendo de pie en un paradero de buses en El Palo con La Playa. De pronto llegaron unos tipos en moto y me atracaron. Les dije: ‘déjenme algo de plata para el pasaje que debo ir a dictar clase’. ‘¿Ah, usted es del magisterio?’, me preguntaron. Y me devolvieron siete mil pesos”.

El libro no se lo robaron, porque a los ladrones, dice él, les da miedo leer.

Entonces, de haber estado atento, los hubiera visto llegar, seguramente les habría apuntado con el libro y tal vez se hubiera salvado del robo.

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