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“La literatura no tiene que ser bella, debe transformar al lector”: Afonso Cruz

El escritor portugués estuvo en Medellín como uno de los invitados centrales del Festival Utopía, un encuentro que buscó conectar la literatura con la ecología y la ciudadanía. En EL COLOMBIANO, hablamos con él.

  • El escritor portugués Afonso Cruz es autor de más de 40 libros traducidos a más de 20 idiomas y considerado una de las voces más singulares de la literatura contemporánea en lengua portuguesa. FOTO Cortesía Editorial Panamericana
    El escritor portugués Afonso Cruz es autor de más de 40 libros traducidos a más de 20 idiomas y considerado una de las voces más singulares de la literatura contemporánea en lengua portuguesa. FOTO Cortesía Editorial Panamericana
30 de julio de 2025
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Afonso Cruz es uno de los autores más singulares y prolíficos de la literatura contemporánea en lengua portuguesa, pues ha construido una obra que desafía etiquetas y sus más de 40 librosnovelas, ensayos, cuentos, literatura infantil y juvenil— han sido traducidos a más de 20 idiomas y reconocidos con premios como el de Literatura de la Unión Europea por La muñeca de Kokoschka o el Premio Autores de la Sociedad Portuguesa de Autores por Dónde están los paraguas.

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Sus historias, que exploran la complejidad de la condición humana a través de metáforas precisas y narrativas que logran conectar lo íntimo con lo colectivo, han encontrado lectores en diferentes partes del mundo, y Colombia no ha sido la excepción: durante la última década, más de una decena de sus títulos han sido publicados en español por editoriales nacionales como Panamericana, y su presencia en ferias del libro, colegios, bibliotecas y diversos escenarios culturales ha fortalecido un vínculo especial con el país.

Ese puente se consolidó con su visita más reciente a Medellín, como uno de los invitados centrales del Festival Utopía, un encuentro literario, nacido en Portugal, que se realizó en la ciudad del 26 al 28 de julio, con el fin de reunir a escritores, lectores y pensadores de distintas latitudes para reflexionar en torno a la literatura, la ecología y la ciudadanía.

En EL COLOMBIANO hablamos con él sobre su obra, su relación con Colombia y el papel de la literatura en un mundo en constante transformación.

Afonso, usted ha sido definido como un autor inclasificable: escribe narrativa, ensayo, literatura infantil, además de ilustrar, hacer música y cine. ¿Cómo se articulan estas dimensiones creativas en su forma de pensar y narrar?

“Para mí es algo natural. No pienso de antemano en el género que voy a usar; depende de la idea. Si es algo que se puede transmitir mejor con imágenes y un lenguaje sencillo, lo convierto en un libro infantil. Si es un tema más complejo que requiere reflexión, lo desarrollo en un ensayo. Todo parte de la idea inicial y de cuál es la forma más eficaz para compartirla”.

En novelas como Flores, Jesucristo bebía cerveza o Dónde están los paraguas hay una mirada poética sobre lo humano, incluso cuando aborda el dolor. ¿Qué papel juega la belleza y la imaginación en su escritura? ¿Cree que la literatura puede aliviar el sufrimiento?

“Sí, aunque no siempre. La literatura puede sanar, pero también incomodar, irritar o abrumar. El arte no tiene que ser bello: puede ser feo, perturbador, y eso también es válido. Lo importante es que el lector no sea el mismo al cerrar el libro que al abrirlo; la lectura debe transformar. A veces esa transformación viene de la belleza, pero otras surge de lo opuesto.
La literatura nos ayuda a comprender la vida y el universo porque es una representación de la realidad o de nuestras fantasías. Es como el mito de Perseo con la medusa: no puede mirarla de frente, usa el reflejo de su escudo para vencerla. El arte es ese reflejo que nos permite mirar el dolor y entenderlo, cuando hacerlo directamente sería insoportable”.

Una constante en su obra parece ser el diálogo entre memoria e identidad. ¿Escribir es para usted una forma de recordar o tal vez de reparar lo que la memoria ha roto?

“Es un poco más complejo, porque no tiene tanto que ver con recordar como con comprender. Escribir está muy relacionado con esa necesidad de convicción y entendimiento, incluso respecto a nuestras propias memorias. Cuando evocamos recuerdos, también los organizamos, los interpretamos, los comprendemos un poquito mejor.
Y escribir nos ayuda a sistematizar, a estructurar pensamientos, a darles un principio, un medio y un final. Nos impone una arquitectura narrativa que nos permite huir del caos que muchas veces sentimos en la vida, en el mundo, y que no siempre tiene sentido ni una lógica clara, aunque cuando escribimos, creamos sentido. Y crear sentido es muy importante para nosotros como seres humanos, porque es darle significado a nuestras vidas, a nuestras experiencias. Por eso digo que el proceso de escritura tiene más que ver con la comprensión que con la simple evocación o el acto de recordar algo”.

En La muñeca de Kokoschka, que es una novela ambientada en la Segunda Guerra Mundial, los hechos históricos y las vidas personales se entrelazan. ¿Cómo se enfrenta al reto de narrar lo íntimo dentro de contextos tan vastos como la guerra o la historia colectiva?

“Hay momentos históricos que son muy importantes, no tanto por lo que representan en sí mismos, sino porque pueden ofrecer el contexto adecuado para desarrollar un paisaje interior. Y eso, para mí, es lo fundamental.

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Es como en los tiempos de Homero: él nos habla de una guerra, la de griegos contra troyanos, pero en realidad no está escribiendo sobre la guerra. La utiliza como un marco para enseñarnos cómo es el interior de los hombres, cómo funciona la humanidad, cómo se expresa el alma humana. Entonces sí, muchas veces los grandes hechos históricos no son el centro de la historia, sino el telón de fondo que permite mostrar con más fuerza lo íntimo, lo emocional, lo humano. La guerra, en ese sentido, puede ser un espejo de lo que pasa dentro de nosotros”.

Sus libros están llenos de frases que funcionan como pequeñas epifanías. ¿Tiene algún método para construir esas sentencias que se quedan con el lector, o nacen primero las imágenes, las ideas o las historias?

“No tengo un método como tal. Es más bien mi forma de pensar. Yo suelo pensar con metáforas, con analogías, porque para mí son esenciales para comprender el mundo que me rodea. Existen formas lógicas, causales, de entender el universo. Pero también hay formas que no siguen una línea directa, sino que funcionan por analogía. Por ejemplo: cuando Darwin desarrolló su teoría de la evolución, trabajó con analogías. Al observar una boca —la de un pez, la de un perro, la de un ser humano— entendía que, aunque fueran distintas, cumplían una función similar. Son análogas, y esa semejanza nos lleva a una raíz común, a un origen compartido, aunque no haya una conexión inmediata entre ellas.
Ese tipo de pensamiento es el que yo aplico también a la escritura: percibir analogías es una manera de entender el mundo. Lo mismo pasa con la música: ciertas notas que están lejos entre sí pueden estar en armonía. No están juntas en la escala cromática, pero funcionan como octavas o como acordes. Y esas relaciones armónicas, esas correspondencias que no son obvias, también son metáforas. Así que no es que yo piense primero en una frase o en una historia, es más bien que mi mente trabaja así. Las frases epifánicas, las ideas que se quedan con el lector, surgen de esa forma de percibir y conectar cosas que, en principio, están separadas, pero que comparten una resonancia interior”.

En Vamos a comprar un poeta, que es considerado “un fenómeno editorial en la lengua portuguesa”, hace una crítica a una sociedad obsesionada con lo utilitario. ¿Considera que la poesía y el arte son inútiles necesarios? ¿Cómo se puede defender lo simbólico en un mundo que parece solo valorar lo cuantificable?

“Sí, bueno, claro. El arte no es útil en el sentido tradicional, como una herramienta. No tiene esa utilidad directa. Es 'inútil' en ese sentido, porque su sentido está en sí mismo. No es un medio para alcanzar otra cosa; es, entre comillas, útil en su propia inutilidad. En nuestras casas, por ejemplo, tenemos muchísimos objetos que no sirven para nada práctico y, sin embargo, los conservamos. Pensamos en la utilidad como algo muy valioso, pero...un martillo sirve para colgar un cuadro. Nadie exhibe un martillo en la pared, porque es solo una herramienta útil y nada más.

Sin embargo, hay objetos que combinan ambas dimensiones. Una silla sirve para sentarse, pero cuando vamos a comprar una, también buscamos que tenga belleza, estilo. Hay una dimensión estética que no tiene nada que ver con la función. Lo mismo ocurre con los cuadros, los libros, las flores... Son cosas que no ‘sirven’ para nada en términos funcionales, no son herramientas para lograr algo posterior, pero las valoramos porque son bellas, porque nos hacen felices. Y eso basta.
Las cosas más importantes de nuestras vidas son así: sencillas, inútiles en el sentido pragmático. El amor, la amistad. Las vacaciones, por poner otro ejemplo, no sirven para producir ni para ganar dinero —al contrario, muchas veces implican gastar dinero—, pero son esenciales.
La amistad no lo vuelve a uno rico, el amor tampoco. Y aún así son como un paseo. Un paseo sin destino, no para llegar a ningún lugar, sino por el placer mismo de caminar. Su razón de ser está en ese paseo, no en lo que viene después. Son actividades y objetos cuyo valor está en sí mismos. Y eso, para nosotros, es profundamente importante”.

Hablando de viajes y paseos, después de tantos libros escritos y de haber recorrido tantos países, ¿qué tipo de historias le interesan hoy? ¿En qué momento creativo lo encontraron libros como Jalan Jalan o Principio de Karenina, que parecen dialogar con esa idea desde lo íntimo y lo reflexivo?

“Viajar también es un cambio de perspectiva. Es una forma muy interesante de formular preguntas, de replantearse cosas, de cambiar un poco la mirada. Se puede decir que viajar es una herramienta privilegiada para eso, y claro, cuando uno viaja sin haber planeado demasiado, cuando se abre realmente al viaje —sin rutas cerradas, sin querer controlarlo todo—, entonces puede encontrarse con la sorpresa. Y la sorpresa es muy importante para pensar, para cambiar. Para no quedarse siempre con las mismas certezas.

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Incluso hay una dimensión física del viaje que me parece fundamental: caminar, porque es una forma de pensar con el cuerpo. No solo cambia su ubicación, cambia también su interior. Su manera de ver el mundo, de sentirlo. Y eso repercute directamente en la escritura.
Así que sí, Jalan Jalan y Principio de Karenina dialogan con eso. Son libros más reflexivos, más íntimos. Se hacen muchas preguntas. Y en ese sentido, también nacen del viaje, de ese movimiento interior y exterior que me lleva a buscar historias que me ayuden a comprenderme, y a comprender a los otros”.

Por otro lado, sus libros han sido leídos y amados por públicos muy diversos: desde niños hasta adultos, desde lectores europeos hasta latinoamericanos. ¿Qué busca al escribir para públicos tan distintos? ¿Se transforma su voz o su mirada según el destinatario?

“No, no cambio mi forma de escribir en función del lector ni por presión popular. No escribo tratando de agradar o de responder a lo que se espera de mí. Pero eso no significa que no piense en el lector. Lo que sucede es que, cuando uno escribe desde lo más humano, desde lo que compartimos, eso se vuelve universal.
La literatura nos enseña que, cuando hablamos del alma humana, estamos hablando de algo que no tiene tiempo ni espacio. Podemos leer libros escritos hace tres mil años, en geografías completamente distintas a la nuestra, y esos libros siguen hablando con nosotros hoy. Y eso nos dice algo muy importante: debajo de la apariencia hay algo común, una esencia compartida. Eso es la humanidad.
La literatura, en ese sentido, es una prueba constante de esa humanidad. Por eso puede viajar tanto, por eso puede ser leída por niños o por adultos, por europeos o por latinoamericanos. Porque, en el fondo, todos nos estamos preguntando por lo mismo”.

Varios críticos afirman que sus finales “rompen con lo previsible” y que “sus personajes escapan a los estereotipos”. ¿Tiene alguna premisa ética o estética al construir un personaje o cerrar una historia?

“No, no tengo una premisa cerrada, pero cuando trabajo con géneros más largos siempre pienso mucho en la estructura de la narrativa: cómo voy a hacerlo, cómo voy a construir toda la historia. Por eso los finales son muy importantes. Todo lo que pasó antes tiene sentido en función de ese final.
Es un poco como ocurre con la vida misma. Nuestra muerte, por ejemplo, puede —o no— dar sentido a nuestra existencia. Depende del final que logremos para nosotros.
En cuanto a los personajes, siempre pienso en personas reales. Y las personas tienen complejidades. No son simples, no viven sin contradicciones. Todos tenemos comportamientos extraños, rarezas, momentos que no podemos explicar del todo. Y eso me parece fundamental: para que un personaje sea complejo y profundo, debe tener algo de universal. No puede ser completamente bueno o completamente malo.

Cuando trabajo en talleres de escritura, suelo hablar de un principio —no recuerdo cómo se dice exactamente en español—, pero lo llamo algo así como 'el principio de molestar a un perro'. Es decir: si se tiene un personaje que es muy bueno, hay que hacer que un día salga de su casa y, sin razón alguna, moleste a un perro. Es un acto que no es bueno, es éticamente reprobable, pero también es un acto profundamente humano. Porque todos, incluso los mejores de nosotros, hemos hecho cosas malas, sin justificación racional. Y eso nos hace humanos. Por eso creo que los personajes, para ser creíbles, deben reflejar eso también”.

Colombia ha sido un país clave en la difusión de su obra: tiene varios títulos traducidos, ha participado en distintas ferias, visitado colegios, bibliotecas... ¿Cómo ha vivido esa relación con el público colombiano y qué lo ha sorprendido y conmovido de ese vínculo?

“Siempre ha sido una sorpresa. Porque ese retorno del lector es algo que cambia mucho de país a país. A veces tiene que ver con las editoriales, con los libros que se publican, con las dinámicas culturales. Pero en Colombia siempre fue muy bien. El primer libro que publiqué acá fue El pintor debajo del lavaplatos y tuvo una recepción maravillosa: vendió muy bien y gustó mucho a los lectores. Desde entonces, la relación con Colombia ha sido muy cercana, muy entrañable. Y eso, claro, me ha encantado. Siento que hay un puente real, una conexión viva con los lectores colombianos, que ha crecido a través de los años y de los libros”.

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Por último, el Festival Utopía, recientemente celebrado en Medellín, propuso un cruce entre literatura, ecología y ciudadanía. ¿Cree que la literatura puede activar nuevas formas de pensar el mundo?

“Sí, la literatura lo hace de una forma muy natural. Cuando uno escribe una utopía, muchas veces termina escribiendo una distopía. Y eso también tiene un propósito: mostrar lo que puede pasar si seguimos por un camino equivocado. Las distopías, los escenarios catastróficos, funcionan como advertencia. Son una manera de decirnos: 'por aquí no es'. Y lo más poderoso que tiene la literatura es que puede formular una pregunta muy sencilla, pero transformadora. Algo como: '¿Y si pasara esto? ¿Y si la sociedad se moviera en esta u otra dirección?' Ahí surge una hipótesis, una posibilidad. Y aunque no sea real en el sentido literal, todo lo que sienten los personajes sí lo es. Esa experiencia emocional, esa reflexión simbólica, nos afecta como lectores. Y eso puede cambiar mentalidades, formas de pensar, maneras de mirar el mundo. La literatura puede ayudarnos a imaginar caminos nuevos, más humanos, más justos, más felices”.

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