Andrés Marín Correa estalló en brillo a los 16 años. En las mañanas asistía al colegio de la Policía en Bello y en las noches, sin que su familia se diera cuenta, se transformaba en Laura María Cadavid Medina: se maquillaba, ponía pelucas y se subía en tacones de hasta 15 centímetros para participar en los reinados de los bares del Parque Bolívar de Medellín. Ser reina transformista fue su fuga, la grieta para escapar.
Desde ahí ya había disidencia en él sin que lo supiera: vivió en carne propia la estética femenina reprimida y burlada. Hoy, Andrés cuenta que en el arte encontró un refugio. O una forma liberadora de abrazar otras masculinidades.
Tiene una exposición llamada “¡Jaque al rey! Otras maneras de ser hombre”, que está abierta al público hasta el 30 de septiembre en la Casa de la Cultura Confiar y con la que narra la violencia de la hegemonía patriarcal masculina.
Son doce sillas escolares intervenidas en un espacio de 11 metros por cinco, aproximadamente. Se las donó la Corporación Estanislao Zuleta. Son pupitres de madera muy diferentes entre sí, pero con algo en común: los estereotipos y las formas alternativas del universo masculino.
“Estas sillas son metáforas de las formas en que nos enseñaron a ser hombres o mujeres, sobre todo hombres. Son el dispositivo de control donde se sientan a recibir lo que deben aprender, generalmente de memoria”, dice. Tomó las sillas como excusa para expresar las formas que “me dijeron que tenía que ser hombre”.
La primera es de color café y con más de 70 clavos dorados. Tiene un mensaje contundente: que los hombres no lloran. Que los hombres detienen la posibilidad de expresar sus emociones, lo cual les causa daños afectivos. O que las tramita, sí, pero por medio de los golpes y la violencia.
Al lado está otra. Representa al padre de Andrés, Aurelio Marín: está pintada con el estampado de los uniformes militares. Y es que Aurelio fue un militar que nació en un cafetal en Pácora, Caldas, que “me enseñó que la hombría, el honor y la valentía era lo que hacía a un hombre”. Y todo eso lo recibía el Andrés niño, delicado, suave; el que se sentía cómodo en lo femenino. “Él me amó, pero sin mostrar afecto, caricias, besos, ni hablar”.
Al frente hay una negra llena de penes de plástico: representa ese tipo de hombres que detentan el poder en el pene. El mujeriego, el don Juan. Y ese montón de padres ausentes de los hogares.
En la mitad del espacio está la que representa el macho proveedor: tiene billetes pegados. El hombre que paga. Es, incluso para Andrés, una silla peligrosa: va a la raíz y acaba con la autonomía económica de las mujeres. La plata como símbolo de poder, el que pone las reglas.
En este punto se rompe la línea y se develan otras formas de lo masculino. En dirección contraria a las anteriores, hay una blanca con la frase “Mi papá me cuida” que refleja que no solo son las mamás las que cuidan. Que ellos también proveen afecto.
Hay una sexta: brilla con la luz, está llena de perlas. Esta silla son los hombres que renunciaron a ser machos: son las historias de las travestis, las drag, las trans. Los que renunciaron a la hombría prototípica. Es, en parte, la vida de Andrés: “Así me siento yo, que fluctúa, que no necesito que me encasillen, que me puedo hacer rulos en el cabello y pintarme las uñas”.
También hay una que representa la violencia física y emocional hacia todas las mujeres. Es morada y tiene clavados 15 cuchillos. Cuchillos que son más que la muerte: es la violencia verbal contra ellas. Cuchillos culturales: lo que se les dice en las canciones, lo que se les grita en la calle y las derrumba por dentro. Frases como “Las mujeres no salen solas” o “Por eso las violan”.
En un rincón hay una llena de botones de ropa: representa la minimización de las labores pequeñas y la creatividad. Abre los ojos: que no todos los hombres priorizan la política, la ciencia, la guerra, que hay otros que son artistas, delicados, cuidadosos.
“La masculinidad tóxica sutilmente desequilibra la balanza de lo femenino y lo masculino para priorizar un modelo que le importa las carreras relacionadas con el poder, el dinero”, cuenta el artista.
Casi al final del recorrido está una silla forrada en tela de peluche. Es blanca. Es un espejo para los hombres que no se atreven a mostrar su sensibilidad y ternura, porque a la mayoría de las mujeres les gusta lo totalmente contrario: el prototipo de macho rudo, fuerte y algo animal. “Este hombre que es dulce le va muy mal en este sistema, su masculinidad está muy supeditada a cánones de la sociedad, que siendo heterosexual muchas veces es tachado de homosexual o débil”.
La muestra cierra con la silla de la posibilidad: tiene un cuaderno y un lapicero para escribir cómo se pueden transformar las formas de la masculinidad tóxica; acciones cotidianas que ayuden a desestimular el machismo. Que los hombres también lavan la loza, que los padres también peinan a sus hijas.
Alrededor del salón, en la pared, hay un tablero negro con tizas para invitar a la gente a resignificar la forma de hablar que es tan potente. Entonces se leen frases que quienes han visitado la obra escribieron: “Los niños también juegan muñecas”, “Los colores no tienen género”, “Los hombres en la cocina huelen a esencia de vainilla”.
Con esta exposición, Andrés quiere poner sobre la mesa (o sobre el pupitre) las prácticas machistas que se han incrustado como clavos para generar un espacio de conversación y de reflexión a partir de sus experiencias personales. Sillas que cuentan una historia de la vida real. n