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La historia de una ciudad en cinco obras de arte

En Medellín, cada pincelada guarda un fragmento de su memoria, y para confirmarlo, en El Colombiano visitamos dos de sus museos más icónicos.

  • Débora Arango abrió un capítulo indispensable en la historia del arte colombiano, y su obra, resguardada en su mayoría en el Mamm, más que una pieza aislada, es un testimonio conjunto de valentía y libertad. FOTO Leonardo Bautista Romero
    Débora Arango abrió un capítulo indispensable en la historia del arte colombiano, y su obra, resguardada en su mayoría en el Mamm, más que una pieza aislada, es un testimonio conjunto de valentía y libertad. FOTO Leonardo Bautista Romero
  • Horizontes, de Francisco Antonio Cano, se conserva en el Museo de Antioquia como una de las obras más representativas de la ciudad. FOTO Leonardo Bautista Romero
    Horizontes, de Francisco Antonio Cano, se conserva en el Museo de Antioquia como una de las obras más representativas de la ciudad. FOTO Leonardo Bautista Romero
  • La República, de Pedro Nel Gómez, ocupa la sala del antiguo Concejo en el Museo de Antioquia y refleja el compromiso político y social del artista. FOTO Leonardo Bautista Romero
    La República, de Pedro Nel Gómez, ocupa la sala del antiguo Concejo en el Museo de Antioquia y refleja el compromiso político y social del artista. FOTO Leonardo Bautista Romero
  • La Cámara del Amor, de Luis Caballero, se encuentra en el Museo de Antioquia y marcó una nueva forma de hacer pintura en Colombia. FOTO Leonardo Bautista Romero
    La Cámara del Amor, de Luis Caballero, se encuentra en el Museo de Antioquia y marcó una nueva forma de hacer pintura en Colombia. FOTO Leonardo Bautista Romero
  • Pedrito a Caballo, de Fernando Botero, permanece en el Museo de Antioquia como una de las obras más íntimas y valoradas del artista. FOTO Leonardo Bautista Romero
    Pedrito a Caballo, de Fernando Botero, permanece en el Museo de Antioquia como una de las obras más íntimas y valoradas del artista. FOTO Leonardo Bautista Romero
  • Montañas, de Débora Arango, está expuesta en el Mamm como parte de la donación que transformó la historia del museo. FOTO Leonardo Bautista Romero
    Montañas, de Débora Arango, está expuesta en el Mamm como parte de la donación que transformó la historia del museo. FOTO Leonardo Bautista Romero
05 de julio de 2025
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La tesis del crítico británico John Berger en el libro La apariencia de las cosas (GG, 2014) es que la obra de arte lograda es aquella que, al igual que una pieza musical, lo hace a uno consciente del silencio que la ha precedido y de las posibilidades que abre y genera mientras dura el momento, uniendo el pasado, el presente y el futuro. Esa consciencia puede sentirse en cualquier museo, cuando al cruzar sus puertas, el mundo se encierra en silencio y las personas, vistas como sombras en barrido, se detienen frente a un cuadro y parecen desvanecerse en el tiempo, pues, tal como escribió Berger, es allí donde se revela “la interacción entre el espacio vacío y el espacio lleno, entre la estructura y el movimiento, entre el que ve y la cosa vista”.

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En Medellín, ese instante trasciende el momento de contemplación: la pintura no solo se revela como color y forma, sino que se vuelve testigo, archivo, herida y celebración de un territorio que ha crecido al borde de las montañas, guardando un puñado de obras que, más allá de su estética, condensan momentos en los que la ciudad se ha pensado y debatido a través de los ojos de sus artistas y de las manos de quienes hicieron posible que existieran, se preservaran y se expusieran.

Sobre esta dimensión de la pintura como documento vivo, Carlos Arturo Hernández Uribe, profesor de la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia, subraya que en muchas oportunidades estas “son relevantes porque condensan un momento cultural particular, un momento histórico que repercute en otras manifestaciones artísticas y que nos hacen ver cómo el arte es una manera de pensar lo que somos”.

Y precisamente en esa manera de pensarse, Medellín ha tejido un vínculo con la pintura como pocas ciudades en Colombia, ya que no solo ha sido puerta de entrada a las artes, también ha generado un interés que se evidencia en la presencia de jóvenes en las salas del Museo de Arte Moderno de Medellín (Mamm), en el Museo de Antioquia y en la Casa Museo Pedro Nel Gómez, donde la comunidad de los barrios aledaños se relaciona con los trabajos y las historias de sus artistas más representativos.

Podría decirse entonces que uno de los primeros cuadros ante los cuales se quiebra el pulso es Horizontes de Francisco Antonio Cano, que está ubicado en el Museo de Antioquia, y que muestra a una familia mirando hacia las montañas que habrán de cruzar: el padre señala con el dedo la dirección, la madre sostiene al hijo, y al fondo, el paisaje antioqueño se extiende con un azul que invita y alerta.

Lo curioso es que Cano pintó esta obra en 1913, en un momento en que la colonización departamental era celebrada como gesta heroica, sin imaginarse que, como subraya el historiador, la pintura abre preguntas sobre la devastación ambiental y el desplazamiento que supuso abrir montañas y bosques.

<i>Horizontes</i>, de Francisco Antonio Cano, se conserva en el Museo de Antioquia como una de las obras más representativas de la ciudad. FOTO Leonardo Bautista Romero
Horizontes, de Francisco Antonio Cano, se conserva en el Museo de Antioquia como una de las obras más representativas de la ciudad. FOTO Leonardo Bautista Romero

Si se sigue el recorrido, se encuentra La República (1937–1938) de Pedro Nel Gómez, en la misma institución, un fresco monumental que ocupa la sala del antiguo Concejo Municipal, en el segundo piso del museo. Es, en palabras de Carlos Arturo, “la primera gran obra de arte moderno y público que hay en Colombia, con un carácter político claro y perceptible”.

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En ella, Pedro Nel Gómez pintó a Bolívar, Santander y Nariño en la parte superior, mientras en la parte baja se ven obreros, campesinos y ciudadanos alrededor de mesas de discusión, reflejando el espíritu de la Revolución en Marcha, las tensiones de clase y el deseo de modernización que sacudía al país en la década de 1930. Por eso, el fresco, que aún conserva su color vibrante, es un testimonio del compromiso del artista con una pintura que se entiende como participación política y social, y como reflexión sobre las contradicciones de un país que busca definirse entre la memoria y el porvenir.

<i>La República</i>, de Pedro Nel Gómez, ocupa la sala del antiguo Concejo en el Museo de Antioquia y refleja el compromiso político y social del artista. FOTO Leonardo Bautista Romero
La República, de Pedro Nel Gómez, ocupa la sala del antiguo Concejo en el Museo de Antioquia y refleja el compromiso político y social del artista. FOTO Leonardo Bautista Romero

Muy cerca, en otro espacio del museo, se encuentra La Cámara del Amor de Luis Caballero, una obra que ganó el primer premio en la Bienal Iberoamericana de Arte en 1968 (mismo año en el que se realizó) y que, como señala el profesor, “se salió del marco, generando una manera de hacer pintura absolutamente nueva en el país”.

El óleo, que se extiende sobre paredes y techos, muestra cuerpos desnudos en tensión, en gestos de deseo, sufrimiento y gozo, en una paleta que va del amarillo al azul con líneas negras que delinean la anatomía de figuras masculinas en escenas de erotismo que para la época resultaron disruptivas. Esto logra que el visitante que se detiene frente a esta obra se vea reflejado en el suelo pulido, mientras los cuerpos pintados parecen observarlo desde ángulos imposibles, diciendo que el arte, como afirmaba Berger, exige una integración total entre quien lo mira y lo que se mira, en un silencio cargado de posibilidades.

<i>La Cámara del Amor</i>, de Luis Caballero, se encuentra en el Museo de Antioquia y marcó una nueva forma de hacer pintura en Colombia. FOTO Leonardo Bautista Romero
La Cámara del Amor, de Luis Caballero, se encuentra en el Museo de Antioquia y marcó una nueva forma de hacer pintura en Colombia. FOTO Leonardo Bautista Romero

En otra sala, Pedrito a Caballo (1974) de Fernando Botero se convierte en un recordatorio de la infancia, de la muerte temprana y del arte como memoria personal y colectiva. Botero consideraba este cuadro como su mejor obra, un óleo que retrata a su hijo Pedrito, vestido de soldado, montado en un caballo de juguete, con una mirada seria que contrasta con la ternura de su figura voluminosa.

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Así que, además de un homenaje personal, este trabajo es una muestra del compromiso de Botero con Medellín, ciudad a la que donó una parte sustancial de su obra para que el público pudiera acceder a ella. Como resalta Carlos Arturo: “inclusive en una obra que parece íntima, hay un sentido de compromiso con el arte de Medellín y con hacer accesible al público una mirada al arte actual”.

<i>Pedrito a Caballo</i>, de Fernando Botero, permanece en el Museo de Antioquia como una de las obras más íntimas y valoradas del artista. FOTO Leonardo Bautista Romero
Pedrito a Caballo, de Fernando Botero, permanece en el Museo de Antioquia como una de las obras más íntimas y valoradas del artista. FOTO Leonardo Bautista Romero

Finalmente, en el Museo de Arte Moderno de Medellín (Mamm), se encuentra Montañas de Débora Arango, una acuarela de 1940 en la que una figura femenina desnuda se funde con un paisaje montañoso, generando una alusión directa a la geografía de Medellín y a la valentía de una artista que, en palabras del Mamm, “rompió con los dogmas establecidos y abrió el camino para una expresión artística más libre y personal”.

Su relevancia radica en que la artista, considerada una de las figuras más importantes y transgresoras del arte colombiano, pintó cuerpos desnudos de mujeres en un contexto que los rechazaba, utilizando colores vivos y pinceladas fuertes que reflejan su aproximación subjetiva a la realidad. Así, la silueta femenina que se recuesta frente a las montañas, en tonos verdes y azules, convierte el desnudo en parte del paisaje, borrando las fronteras entre cuerpo y territorio, entre lo privado y lo público, en un acto de libertad que aún hoy resuena con quienes se detienen frente a ella.

<i>Montañas</i>, de Débora Arango, está expuesta en el Mamm como parte de la donación que transformó la historia del museo. FOTO Leonardo Bautista Romero
Montañas, de Débora Arango, está expuesta en el Mamm como parte de la donación que transformó la historia del museo. FOTO Leonardo Bautista Romero

En efecto, estas cinco composiciones, ubicadas en dos de los principales museos de la ciudad, son cinco momentos de Medellín. Son archivos de una historia que se ha contado en colores, en gestos, en decisiones de artistas que entendieron la pintura como un medio para mirar el mundo y cuestionarlo, para observar el cuerpo y reconocerlo, para señalar un horizonte y atravesarlo. María del Rosario Escobar, directora del Museo de Antioquia, explica que el museo, como custodio del patrimonio pictórico de la ciudad, “ha incrementado en un 30% su colección en los últimos años, consolidándose como un espacio que no solo conserva obras, sino que genera posibilidades para investigadores y para el público que se aproxima a sus salas”. Según ella, la política de colecciones de la institución “se basa en el pensamiento crítico, en preguntas por la historia, por la tierra y por la conexión con la comunidad”, principios que se reflejan en las exposiciones y en el compromiso con una mediación que busca involucrar a públicos diversos, incluidos aquellos que tradicionalmente han sido excluidos de los espacios culturales.

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El Museo de Arte Moderno de Medellín, por su parte, ha fortalecido su colección con obras de arte moderno y contemporáneo, incluyendo una de las donaciones más significativas en la historia del país: la de Débora Arango. Sus programas educativos y comunitarios, como Parceros, Parceritos y la Ciudad de los Niños y las Niñas, generan vínculos significativos con los visitantes, abriendo un diálogo constante entre la ciudad y su arte. Como subraya el grupo de curaduría del Mamm, “buscamos obras que sean relevantes artísticamente y que aporten a la narrativa de las transformaciones sociales y culturales de la región y el país”.

Por estas razones, el potencial de Medellín como destino de turismo cultural y artístico depende, como señala el historiador, de la capacidad de la ciudad para vincular su nombre al arte y la cultura, de la promoción de estos espacios y de las decisiones de los entes públicos para fortalecer esa relación. Al igual que quien viaja a Florencia sabe que encontrará arte en cada esquina, Medellín atesora en sus museos, murales y colecciones un patrimonio que puede convertirse en un pilar de su proyección internacional. Las obras de Cano, Pedro Nel, Caballero, Botero y Débora Arango, lejos de ser objetos inertes colgados en las paredes, son latidos de una ciudad que se piensa a sí misma en cada trazo.

Y es frente a estas pinturas, en las salas silenciosas donde el eco de los pasos se mezcla con el murmullo de las conversaciones y el roce de las mochilas contra los muros, donde el arte logra aquello que Berger exigía: integrar al hombre con la obra y con el mundo.

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