La imagen de Juan Fernando en el espejo está fragmentada, dividida. Una serie de barrotes de cartón parten en pedazos la visión de sí mismo, la distorsionan. Juan mira su reflejo con expresión inquieta, como intentando reconocerse en la obra que con sus manos construyó. Él, quizá, ya no es la misma persona que pisó la cárcel por primera vez hace siete meses.
A la izquierda, en vinilo, está su autorretrato. Está de espaldas al espectador, al que viene de afuera. También luce atrapado, borroso, perdido en un gris profundo que como un túnel se va oscureciendo. Juan hoy es un hombre encerrado, pero esa pintura le ha devuelto la libertad.
Las paredes de la cárcel La Paz, en Itagüí, son una especie de frío y blanco laberinto que encierra, como guardando un secreto, el pasado de Juan Fernando y de otras 1.188 personas allí recluidas. Pero hoy, esos mismos muros sostienen lo que Julián, otro de los internos, denomina coloridas “ventanas al mundo de afuera”.
Ese establecimiento penitenciario se ha convertido, según aseguran representantes del Inpec, en sede de la única galería permanente de arte dentro de una cárcel de la que se tenga registro en Latinoamérica y, tal vez, una experiencia única en el mundo.
“Hecho con las uñas”
Llegar a este punto no fue fácil. Hace seis años no había ni lienzos ni pinceles, mucho menos presupuesto. Lo único que se tenía era una idea y mucha pasión. El dragoneante Carlos Rojas, custodio de los internos, compartía su trabajo en la cárcel con el amor por pintar. Era artista plástico del Instituto de Bellas Artes, estaba próximo a pensionarse, pero no quería irse sin, por lo menos, sembrar inquietudes.
Se le ocurrió montar una pequeña aula en uno de los pabellones y ofrecer clases de dibujo. Acudieron unos cuantos. Hoy son por lo menos 40 participantes, a veces más, a veces menos, el número varía a medida que los internos van terminando de ajustar sus cuentas con la justicia.
Así nació “Trazos de Libertad”, una iniciativa que con talleres de arte busca aportar al proceso de resocialización de las personas privadas de la libertad. A esta tarea se ha sumado la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia. Docentes y estudiantes en práctica acuden semanalmente a compartir sus conocimientos. También, en varios momentos, la Alcaldía de Itagüí ha ofrecido su apoyo.
Y aunque la realidad de las cárceles colombianas hace que un verdadero cambio de vida parezca solo un objetivo en el papel, a veces se logra. Así lo reconoce el dragoneante Estiven Vargas, secretario de Dirección en La Paz, quien ha acompañado de cerca el proyecto: “Hay una sentencia de la Corte Constitucional de 1998 que dice que las cárceles se han convertido en universidades del crimen. Y es muy cierto, lograr la resocialización, aunque es nuestra misión institucional, es un proceso complejo, pero si le ponemos un poquito de empeño, logramos cosas como estas”.
Vargas sabe que muchos de los internos participan en actividades como estas para redimir parte de su pena y, considera, “es entendible, porque ellos se quieren ir lo más rápido posible”, pero señala que “a este programa viene el que quiere. Los vemos a todos con interés de querer hacer algo diferente en la vida cuando recobren la libertad”.
Luchando contra el letargo
Las manchas de pintura se entremezclan. Goteos, trazos y relieves, se funden en una talentosa expresividad. “A las obras hay que mirarlas de lejitos, con distancia, para poderlas apreciar”, dice Julián. Y su voz suena con autoridad.
Habla de técnicas y movimientos artísticos, como si se tratara de un experto que ha dedicado toda su vida a la pintura. Pero Julián y el arte solo empezaron a caminar juntos a su llegada a la cárcel.
“Cuando me trajeron, mi único propósito era aprovechar el tiempo. Empecé a estudiar, me voy a graduar de una tecnología en Administración de Empresas Agropecuarias, porque a mí me encanta el campo, aunque ahora no pueda verlo. Y en el tiempo libre también quería hacer cosas y empecé a buscar: me metí a talla en madera, pero el polvo me hacía daño; intenté tallar en cuero, pero no me gustó; hasta que un día el dragoneante Rojas me invitó a su clase de dibujo. Empecé con palitos y bolitas y luego encontré en la pintura una pasión”, manifestó.
Julián le agradece al arte “haberme dado paciencia y buena actitud. Me despejaba para no entrar en conflicto con los compañeros, porque en los patios de acá hay mucho ocio, mucho letargo, es mejor buscar qué hacer”.
Y aunque se declara fan de la obra de Kandinski y de Jackson Pollock, Julián ha desarrollado su propio estilo. “Como me sienta en el día, me sale la pintura. A veces no sé explicar los cuadros, pero también pienso que una obra no es para entenderla sino para apreciarla”.
“Yo quise vivir del arte”
A un costado de la galería, unas escalas conducen a un pasillo donde Carlos, o Conejo, como prefiere que lo llamen, tiene su “burbuja de creación”.
Se trata de una pequeña habitación en cuyas paredes, ha venido colgando sus propias obras, recortes de prensa que registraron para la eternidad el momento en que le regaló un retrato al papa Francisco en su visita a Medellín, y un poema que le recuerda el día en que perdió al amor de su vida: “Entre los dos tomamos la decisión de separarnos, fuimos realistas, ¿qué le podía yo ofrecer aquí, tan lejos?”.
De ese amor nació un hijo que lo ha acompañado en los 26 años que ha pasado en la cárcel. “Yo soy indígena paez, toda mi familia está en el Cauca, pero él se vino a vivir a Medellín para poderme visitar. Heredó de mí el amor por el arte y aprendió empíricamente a hacer tatuajes. Mire, él me hizo el primero en el brazo”.
El arte le llegó a Conejo en la juventud como un golpe de compasión. Recuerda que estaba en el colegio, en octavo grado, tenía 17 años, había hecho una tarea con los dedos porque no tenía pincel y “llegó un profesor, el único que me dio una palmada en la espalda y me dijo ‘eh, pero pinta bien hombre’, y yo pensé que me estaba gozando, pero él iba en serio. Fue el único profesor que me trató bien”.
Después vinieron días de malas decisiones y Conejo fue capturado con un amigo al que apodaban Pichirilo. “Empezamos a competir por quién pintaba mejor. A él también le gustaba pintar, pero el cuadro que empezó lo terminé yo. Él se voló, nos íbamos a volar juntos pero se fue solo y al poco tiempo lo mataron”.
No pasó mucho tiempo hasta que Conejo se dio cuenta de la dureza de la cárcel: “Yo tenía la responsabilidad de velar por mi hijo, pero ya estaba encerrado. Desde 1993 quise vivir del arte, pero cuando intenté vender el primer cuadro, no me ofrecían ni $2.000”.
No desistió. Por eso, cuando llegó “Trazos de Libertad” vio la oportunidad de aprender lo que empíricamente había explorado, y de encontrar nuevos amigos que compartieran su pasión, aunque asegura, “la soledad de acá nunca se cura, y uno se termina acostumbrando” .