La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) presentó su informe más reciente sobre seguridad alimentaria y nutrición para América Latina. En él se reseñan logros como la reducción de la desnutrición crónica en las niñas y los niños menores de 5 años, de 22,7% (1990), a 9% en la actualidad, un porcentaje inferior al promedio mundial de 21,3%. Una cifra que si bien positiva, esconde profundas grietas.
“Es verdad, la desnutrición se ha reducido, pero sería muy fácil escondernos en los promedios”, señaló, tal vez en tono de regaño, Julio Antonio Berdegué, representante Regional de la FAO, en la presentación del informe. Se refería, por supuesto, a que si bien esos promedios vienen en franca mejoría en casi toda la región, “esconden desigualdades. Hay niños y niñas que viven en condiciones que el resto de América Latina ya ha dejado atrás”. Niños que están “perdiendo” la llamada “ventana de oportunidad”.
El desarrollo humano también las tiene. “Pequeños” espacios de tiempo en el que ser todo lo posible puede ser una posibilidad mucho más real y abarcable. Aunque pueda sonar a azar, la ciencia ha señalado los 1.000 primeros días de vida (desde la concepción hasta los tres años) como esa línea temporal en la que se define esa primera ventaja o desventaja con la que llegamos al mundo.
Hay cosas que suceden a esa edad que no volverán a suceder. El cerebro infantil puede crear hasta mil conexiones neuronales por segundo, un ritmo que no se repetirá y que abre un abanico de oportunidades que, bien aprovechadas, motivarán un crecimiento rápido y fuerte.
La alimentación, importante durante todo el ciclo de vida, tiene especial valor allí porque es el combustible de un motor que está a toda velocidad. La UNICEF indica que el cerebro infantil consume entre un 50% y un 75% del total de la energía que absorbe de alimentos y de una buena nutrición. Cuando un niño no recibe la nutrición que necesita, escribió en un texto Anthony Lake, director Ejecutivo de ese organismo, “se expone al peligro de retrasar el desarrollo físico y cognitivo”.
La distribución del hambre
Medir el hambre no es una tarea fácil. La misma FAO ha cambiado en por lo menos una vez (1990) los indicadores que utiliza. Hay muchos, desde la desnutrición aguda infantil, hasta la obesidad; hay unos que se refieren más a la cultura individual por una sana (o no) calidad de vida; y hay otros que reflejan realidades estructurales. Entre estos últimos se encuentra el retraso de crecimiento infantil.