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7 y 9
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Envuelto en el desespero, a cuatro metros de un precipicio, Aldemar González Quintero recibe una maleta anaranjada. La toma. Sus manos, temblorosas, encuentran algo de sosiego. La abre. Mete la mano derecha. Saca rápidamente un papel. “Es un título que tengo”, dice. Lo guarda en un bolso pequeño. Devuelve la maleta. Está dispuesto a perderla. ¡¿Qué más da?! Su casa —y lo que allí construyó durante 15 años— está a punto de colapsar.
La tragedia que afronta explica la torpeza de sus manos. Minutos antes, en compañía de un equipo de socorro, trata de abrir la puerta de su casa: la llave no funciona con la premura de siempre. Pasó la noche en un hotel. El lunes pasado, después de las 5:00 de la tarde, un estruendo lo cogió desprevenido. Se incorporó de la cama. Escuchó voces de alerta. Empacó la cédula. Corrió, como pudo, porque ya tiene 81 años.
Don Aldemar, ¿dónde están las pastillas, en qué lado?, le pregunta el subdirector del Dagrd, Carlos Muñoz, una vez logra abrir la puerta. Al lado derecho, responde. Ahí. Ahí. Si quiere entro yo, propone. La zona está acordonada por cintas amarillas. Un equipo de más de cinco profesionales impide que Aldemar entre a su casa por seguridad. Él parece no entender por qué. Estira las manos, tratando de alcanzar lo que está a punto de irse.
El día anterior un deslizamiento en el sector de Palos Verdes, en Manrique, le hizo pasar la noche en vela. Su casa quedó prácticamente en el aire, mientras que las de 39 vecinos terminaron en riesgo (14 fueron evacuadas definitivamente y 25 de manera temporal). En la carrera 44, varios metros abajo de la loma en la que el barrio está ubicado, se elevó una montaña de tierra. Un lavadero de carros quedó sepultado. Allí se salvaron de milagro, porque cinco locales resultaron afectados.
Y un morral negro. Y un carrielito chiquito. Y una muda de ropa, pide Aldemar, mientras tanto, desde la parte alta del terreno. Ese jean no. Otro. Está al lado. Si quiere entro yo, reitera. No. No. La casa está en riesgo. Está sonando, afirma Muñoz. Y una maleta, que está debajo de la cama, ahí la ve. Sáqueme esa, insiste Aldemar. El socorrista en jefe trata de rescatar lo que puede. No hay tiempo para tentar el destino.
Un barrio en vilo
El sector está sumergido en el silencio. Aunque el deslizamiento no dejó víctimas mortales ni lesionados, parece que allí velaran a un deudo. Los que no tuvieron que evacuar, se asoman por las ventanas y ven la tragedia de sus vecinos. Como Aldemar, decenas salieron corriendo hasta la placa polideportiva de la zona en la tarde del lunes.
María Orfilia Buitrago lo recuerda: Yo estaba donde doña Blanca pelando una papaya. Cuando estaba empezando, sentimos un estruendo duro. Yo corrí y me asomé, pensando que era más abajo, donde cada rato se iba la tierra. Cuando una vecina me dijo: no, es en el volcán. Entonces nos asomamos. Al ratico llegaron los bomberos. Que evacúen, nos dijeron. Saquen lo que puedan, gritaron. Ya ni me acuerdo.
A María Orfilia le dieron ayer menos de cinco minutos para entrar a la pieza de cuatro por cuatro metros en la que vive con sus nietos y sacar algunas pertenencias. Cuando abrió la puerta exclamó, botando el aire que tenía contenido, porque la prisa la obligó a dejar a su gato encerrado. Allí estaba. En la cama. En medio de cobijas, ropa y, no muy lejos, trastes. Lo abrazó. Estaba sano. Segundos después reaccionó: no le quedaba mucho tiempo. Comenzó a empacar ropa.
La misma escena la protagonizaba Blanca Olivia García, dos casas más abajo. En su cocina, mientras empacaba, permanecían las cáscaras de la papaya que María Orfilia no alcanzó a pelar. ¿La droga?, le pregunta a un vecino que le ayuda. ¿Dónde la meto? Es que no hay bolsa. No sé qué más echar. Blanca, no llore más, mire que se va enfermar, le dice el hombre. Vamos, que si necesita más ropa, me llama que yo vuelvo y se la llevo.
María Orfilia y Blanca trepan las escalas juntas, con las pocas cosas que alcanzan a sacar. La primera, de 66 años, ayuda a la segunda, de 60 años, que luce más descompuesta por lo ocurrido. Estábamos juntas cuando pasó el deslizamiento, dice Blanca. Nosotras no nos separamos. El apartamentico es mío. La casa de la tienda, en frente de Aldemar, también. Ahora está totalmente en riesgo, ¡y yo que vivía de ese alquiler! Me quedé en la calle. Solo llevaba dos meses en el apartamento.
Sentirse en arriendo
Sandra Jaramillo, hija de Blanca, vive en el tercer piso, sobre la tienda que tenía su mamá en alquiler. Su esposo, Fausto Ríos, en un dos por tres tuvo que entrar y sacar lo necesario. Sus hijas, de 6 y 14 años, pasaron la noche donde la suegra. Las llevamos a las dos de la mañana, cuenta Sandra.
No veo lo de la niña, alega el esposo, desde la ventana del tercer piso. Ahí, al ladito, contesta Sandra. ¿Qué alcanzan a sacar en cinco minutos? Nada. Lo que uno coja al bulto. La niña menor estaba en el balcón y fue la que nos avisó del derrumbe. Salió gritando. Que se estaba cayendo el morro. Desde eso estamos afuera.
En medio del desconcierto, aparecen los reparos y culpas tras lo ocurrido. Dicen los vecinos que la montaña se venía derrumbando, lentamente, desde hacía varios días. Y que los responsables son los dueños del lavadero de carros que opera en la parte inferior, el cual estaban tratando de ampliar, comiéndole terreno a la montaña.
Antonio Pirela, quien opera el lugar, reconoce que la Policía les cerró la ampliación por falta de permisos. Empezamos a ver deslizamientos, afirma, pero las autoridades de socorro no vinieron, pese a que reportamos.
Muñoz, en paralelo, saca lo que puede de la casa de Aldemar. Cuenta que las personas afectadas son cerca de 80, pero que ya han recibido albergue, tanto por familiares como por la Alcaldía. El desprendimiento de tierra no había cesado ayer al mediodía. El área afectada pasó de 1.000 metros cuadrados a 1.600.
Aldemar se decide a ponerse la camisa rosada, de mangas largas, que le sacaron. Pide que le busquen otro pantalón, pero no pueden. Nosotros le compramos algo de ropa, si es el caso, contesta Muñoz. El hombre más afectado por la emergencia en Palos Verdes se resigna. Echa a subir escalas, como sus vecinos, con el papel que sacó con tanta prisa de su maleta anaranjada. A esta altura puede ser su única esperanza.