Cada tanto, la mirada foránea convertida en reconocimiento a Medellín sacude y desencaja la visión que la cotidianidad tiene cincelada entre quienes habitan la ciudad.
Ocurrió, por ejemplo, con la reciente inclusión de la zona patrimonial del Centro entre los 49 barrios más geniales del planeta en la revista británica Time Out.
Este año, la publicación ponderó los sitios que lograron emerger del largo encierro pandémico gracias al esfuerzo comunitario para reanudar sus relaciones sociales y económicas con dichos entornos.
27.000 personas de diferentes nacionalidades hicieron la elección. Según ProColombia, los participantes decidieron valorar lugares tradicionalmente subestimados, donde, a pesar de cierto caos cotidiano, es posible hallar vibrantes expresiones culturales, riqueza gastronómica y una embriagante vida nocturna.
Lo que hizo de esta zona del Centro uno de los barrios más “cool” del mundo, a juicio de la revista, fueron sus bulevares frondosos, adornados por ciclorrutas y parques de bolsillos. Un área que ofrece en un día perfecto un recorrido por el museo al aire libre de la Plaza Botero, un viaje por la historia que cuentan los edificios de La Playa con su diversidad arquitectónica y una inmersión al dolor y la resiliencia en la Casa de la Memoria, en el Parque Bicentenario, para finalizar con unos tragos en la Pascasia, en la complicidad de la noche ambientada por las ideas y ritmos que brotan de los bares de Bomboná.
Lo primero que habría que decir es que la publicación es imprecisa al referirse a La Candelaria, nombre con el que se conoce el sector que alberga 89 bienes declarados patrimonio de la Nación, pero también toda la comuna 10, con los 18 barrios y locaciones que la conforman. Además, como incluye dos puntos en su recorrido ideal que se encuentran fuera de esta área, en Boston y Bomboná, hubiese sido más acertado resaltar en dicho magazin al Distrito Cultural San Ignacio, integrado por estos barrios.
De cualquier forma, lo que verdaderamente causó ruido en este reconocimiento es el marcado contraste entre lo que retrata Time Out y lo que ven y perciben día a día quienes transitan la zona: contaminación, aglomeraciones, desempleo e inseguridad.
Recreando los pasos que trazó la publicación, partiendo desde el Parque Bicentenario, el día toma un ritmo lento, más barrial. Cerca a la entrada de la Casa Museo de la Memoria, doña Olga Lucía Jaramillo, la ventera más antigua del lugar, alaba esa especie de rutinaria solemnidad de un lugar visitado por extranjeros, vecinos y antioqueños de varios municipios para conocer el rostro y los testimonios del conflicto armado.
Once años después de su inauguración, el Parque sigue siendo un sitio plenamente apropiado por los vecinos de Boston. Tras la pandemia, dice doña Olga, poco cambió, salvo que al volver al lugar que ocupó durante siete años junto a otro ventero, halló siete más. Una competencia que hoy convive sin mayores aspavientos y que para doña Olga es la mejor imagen de una ciudad que, ahora más que nunca, tiene que ofrecer en sus calles lo que muchas familias necesitan en sus casas.
Lo que también encontró fue al lancero solitario sobre el pedestal del monumento “Héroes de la libertad” que antes tenía además a un soldado moderno cuya arma, apuntando hacia el Museo, fue entendida siempre por víctimas y colectivos como una afrenta a la memoria, motivo por el que su imagen cayó en medio de las protestas que sacudieron a la ciudad y al país y cuyos rastros siguen siendo advertidos en paredes y placas a lo largo de toda La Playa.
Desde allí, descendiendo hacia la Avenida los árboles patrimoniales, debidamente categorizados, sirven como paradas de guías turísticos formalizados como Carlos Mario Ávalos, que a bordo de una bicicleta dirige un paseo por los sucesos, espacios y personajes que marcaron en buena medida el rumbo de la ciudad durante el siglo XX.
Ya en el corazón de La Playa el pulso es más frenético. Rafael Millán, un músico venezolano que todos los días ofrece un largo concierto con su batería, sentado al lado del restaurante vegano Govindas, cree que la Avenida es un milagro, o mejor, un oasis que parece haber escapado de la parálisis de la pandemia, con sus almacenes atiborrados de mercancía, flujos de gente que siempre parecen tener algo que comprar y restaurantes casi siempre llenos.
Rafael también ha llevado su música al Tranvía de Ayacucho, la Plazuela San Ignacio y alrededores, quizás el área que más florece hoy en el Centro.
Precisamente en la Plazuela, un vecino de esos que ven pasar el día en la misma parte sin inmutarse, se tira un apunte que parece haber dicho ya varias veces. “Este es el único parque donde el recién empleado, el triste desempleado y el pensionado se pueden encontrar a tomar tinto y jugar ping-pong”.
Lo dice porque frente al Paraninfo, en una casa antigua de fachada cuidada, hay un centro de servicios médicos en el que se le practican exámenes de ingreso a trabajadores antes de firmar su contrato. Y lo dice también porque la Plazuela goza de plena vitalidad, incluso, a pesar del cierre parcial del Claustro Comfama, que trasladó sus servicios mientras adelanta su renovación.
El problema, remata el personaje, es que los que matan el tiempo en La Plazuela son muchos más que los que hacen fila ansiosos a la espera del examen que les da la bienvenida al mercado laboral.
Pero no todos los espacios han sido copados tal como lo estaban antes. Solo en Bomboná, al menos media docena de bares como el famoso Prana, (donde no sonaban canciones sino himnos sociales), y que ayudaron a crear la atmósfera bohemia con un sello inconfundible, cerraron sus puertas.
Los carteles de “se arrienda” en pasajes comerciales y edificios son, según Ángela Sánchez, propietaria de dos locales contiguos a las Torres, una señal de lo difícil que ha resultado reconquistar el Centro, con un agravante y es que cuadras donde antes había una dinámica establecida y ahora hay locales vacíos o negocios buscando despegar pueden convertirse en reservorios de inseguridad hasta que el tejido y el ritmo se recuperen.
Pero no hay un lugar más deteriorado que la Plaza Botero, donde cierra este recorrido y empieza el día perfecto de la revista Time Out.
Aunque en pocos días terminará el cerramiento piloto que ejecutó la Alcaldía en 317 metros cuadrados para recuperar algo de seguridad y el orden alrededor de la Plaza, la sensación de inseguridad es ineludible, a pesar de que, según la Alcaldía, al interior del cerco se redujeron los hurtos en un 76%.
Sin embargo, el consumo de drogas, la indigencia y la delincuencia acechan sin antifaz dentro y alrededor del cerramiento. Y mientras el penetrante olor a excremento mezclado con marihuana flota por la Plaza, las 23 estatuas parecen meras invitadas de bronce a las que cada tanto alguien se acerca para sacarle una foto.
A Rodrigo Yarce, propietario de una oficina en el Portacomidas, que alguna vez fue un edificio vanguardista como lo fueron la Naviera –justo al frente– y decenas más por toda La Candelaria, dice que le cuesta encontrar belleza donde él fue testigo que la hubo.
La Plaza Botero –dice– inaugurada hace ya dos décadas, fue una promesa inconclusa de que los mejores días del Centro regresarían.
“Recuperar el Centro”, esa frase ha sido muletilla de políticos, nostálgicos y académicos desde hace 50 años que fue publicado el primer diagnóstico de esta zona de la ciudad. Pero entre aciertos y errores aún sigue siendo esquiva la solución que muchos consideran como la génesis de la verdadera transformación del Centro: devolverle su habitabilidad.
De todas las ideas y proyectos para alcanzar dicho anhelo, hay uno particularmente interesante que no requiere borrones y cuentas nuevas y que fue incluido en el POT 2014, un estudio que hizo Camacol y que no aún no encuentra eco.
El estudio que lideró el ingeniero Martín Alonso Pérez, miembro de la Junta Directiva de Camacol, encontró que 67 edificios en el sector de La Candelaria, como el Álvarez Santa María y Cárdenas (mejor conocidos como Portacomidas), la Naviera, el emblemático La Ceiba, y tantos otros que datan a partir de la década del 50, podrían servir para desarrollar reciclaje urbano y arquitectónico, es decir, adecuar edificaciones antiguas y viejas fábricas subutilizadas para ejecutar proyectos de uso habitacional, estrategia que fungió como punto de partida para transformaciones en los corazones de París, Marsella, Londres y otras megaurbes.
Cada día por Medellín transitan 1,5 millones de personas, pero en el sector La Candelaria solo viven poco más de 3.600 personas.
El proyecto de revitalización urbana que propuso el ingeniero podría convertir en viviendas modernas lo que hoy son apartamentos deteriorados, oficinas y talleres casi tuguriales que ocupan hasta 200 metros cuadrados al interior de edificios que, según el ingeniero, tienen todas las cualidades ingenieriles y arquitectónicas para un proyecto habitacional con vigencia por varias décadas.
En estos espacios subutilizados y cada vez más vacíos podrían construirse 3.200 apartamentos vanguardistas de hasta 65 metros cuadrados, con una oferta complementaria de espacios para coworking.
Tener mucha más gente habitando el Centro en espacios cualificados sería para el ingeniero la chispa inicial de la verdadera renovación urbana que ayudaría a unir todas las iniciativas que hoy parecen, a los ojos de transeúntes, meros esfuerzos fraccionados: ciclorrutas, parques de bolsillos, restauraciones a bienes patrimoniales y tantos otros.
Quizás así sería más fácil que la mirada de quienes conforman esa población flotante que circula por esta zona vuelva a ver la belleza del Centro en su conjunto, como lo ven los ojos curiosos de los turistas