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La vida para enmarcar de la última heroína paisa

La sonsoneña Ana M. Martínez fue a la guerra para defender la primera república y poder liberar a su esposo sueco.

  • El Congreso de la Nueva Granada le otorgó una medalla que reza “Vencedora en Salamina en 5 de mayo de 1841”, por su gesta pues “se ha hecho acreedora a la admiración pública por su heroico comportamiento”. FOTO Cortesía Centro de Historia de Sonsón
    El Congreso de la Nueva Granada le otorgó una medalla que reza “Vencedora en Salamina en 5 de mayo de 1841”, por su gesta pues “se ha hecho acreedora a la admiración pública por su heroico comportamiento”. FOTO Cortesía Centro de Historia de Sonsón
21 de marzo de 2020
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Terminó de bordar su blusa pasada la medianoche y procedió, a pesar del lloriqueo de su hermana, a cortarse el pelo y a medirse el traje militar. El soplo frío del páramo y la niebla, que descendía a esa hora con sigilo, no redujeron el ímpetu de los soldados que preparaban sus pertrechos en plena plaza de Sonsón. Afuera de la casa de los Martínez se escuchaban aires de guerra, movimientos y órdenes que terminaban disipadas en la penumbra.

Atrás quedaban los momentos de ensueño cuando ventaneando, Ana María conoció al amor de su vida. El ingeniero de minas sueco Pedro Nisser, llegó en 1825 a la Nueva Granada dentro de una expedición de europeos que buscaba ríos de oro en las montañas de Antioquia, misión que integró por ser conocedor de cartografía, ciencias naturales y la medicina. Se enamoraron el doctor Nisser y “Marucha” —para entonces profesora de la escuela femenina del pueblo— y se casaron el 29 de agosto de 1831. Por azares de la vida que más adelante contaremos, el sueco fue apresado y encarcelado en Rionegro.

Entonces Ana María se preguntaba: “Mi ternura me aconseja que vaya a acompañarlo en prisión, pues mi presencia se la hará más llevadera; más el bien público en general me dice que no, porque allí, ¿de qué utilidad puede ser para mi patria o para mi esposo. Pediré una lanza, marcharé con mis hermanos y demás patriotas de este pueblo y contribuiré de este modo a la libertad de mi suelo”.

Decidida a engrosar las filas que defenderían el estado constituido, trató de cerrar los ojos en esa interminable madrugada del 20 de abril de 1841 y rayadas las cinco horas, cuando el frío entra como alfileres, se levantó: “me vestí de militar con la agradable idea de que cuando me volviese a poner camisón estaríamos libres, o si no, habría muerto con este traje”.

***

La impúber república se batía entre facciones que buscaban imponer su rumbo. Los historiadores estiman que entre 1830 y 1902 hubo nueve guerras civiles y catorce conflictos locales. Mientras en los campos los pies descalzos se mezclaban con sangre, en los manteles de la capital se debatía sobre la suerte de los bienes de la Iglesia, las tierras baldías, el aparato educativo y la configuración del país. Resulta pues que el dos de julio de 1839 diversos sectores salieron a protestar en Pasto por el cierre de cuatro conventos menores, a raíz de una ley que ordenaba suprimirlos para convertirlos en escuelas públicas.

La refriega se expandió y fue la excusa perfecta para que los mandamases de las regiones—conocidos como Supremos— elevaran sus reproches y pusieran a tambalear el gobierno constitucional de José Ignacio de Márquez.

Empezaba entonces la Guerra de los Supremos o los Conventos (1839-1842), la primera de la naciente patria que dejó como saldo al menos tres mil muertos. Los vientos de la rebelión, impulsados desde el sur por José María Obando, llegaron a Antioquia en 1840, comandados por el general Salvador Córdova, hermano de José María, héroe de Ayacucho y Supremo de la provincia.

Salvador no tuvo resistencia y se autoproclamó comandante de la provincia. Venció a las tropas de Márquez en Itagüí, el 2 de febrero de 1841, y marchó al sur a enfrentar el grueso del ejército gobiernista. El combate estaba signado para el 5 de mayo entre los rebeldes, liderados por Córdova, y las tropas oficialistas de Braulio Henao, entre las cuales iba, con una lanza en la mano, cabello corto y traje militar, una profesora dispuesta a defender la república.

***

Marchar tras los ejércitos prestando auxilios —escribe la historiadora y escritora Aída Martínez Carreño— era una práctica tolerada; incorporarse a las fuerzas militares, un hecho excepcional; y llevar el uniforme, una transgresión.

Por eso el lloriqueo de sus hermanas aunque nada pudo frenar el ímpetu de Ana María Martínez de Nisser. El párroco le dijo que era una acción demasiado heroica pero peligrosa, ella le replicó angustiada por si su decisión perjudicaba su honor, a lo que este le contestó: “deshonroso no es, sino al contrario, una acción virtuosa; pero usted debe hacer lo que su padre diga”.

Primero consultó, para allanar el camino, a su madre, Paula Arango Mesa, que la respaldó. Pero Pedro Martínez Cataño, también maestro de escuela, alcalde y juez, se opuso de forma tajante. “Entonces me valí de uno mis amigos, patriota exaltado, y éste logró desvanecer sus temores”.

A todas estas, Nisser sirvió de espía de Braulio Henao sacando provecho a su condición de extranjero, pero los hombres de Córdova los descubrieron y lo pusieron preso.

Pero ahora vemos, antes de la medianoche, a Ana María tejer su uniforme y alistar su ajuar para la guerra contra los insurrectos. A las siete de la mañana montó su caballo en compañía de sus padres y hermanos y se presentó en la plaza en donde estaban ya formados para marchar cincuenta y tantos voluntarios a las órdenes de Braulio Henao.

“Mayor, el amor a mi patria y mi esposo me han puesto en este traje; desde que los traidores comenzaron a oprimir a esta amada provincia estoy resuelta a ofrecer mi débil cooperación al bien de mi patria. Dadme una lanza para acompañaros y seguir en medio de estos valientes de que os veo rodeado”, narra la misma Martínez en los Diarios de los sucesos de la revolución en la provincia de Antioquia en los años de 1840-1841.

Envalentonado por la proclama, Henao respondió: “Mirad a esta señora, en un traje ajeno de sexo, que pide una lanza y está resuelta a acompañaros en nuestras fatigas. ¡Viva nuestra justa causa!”.

La tropa salió hacia Abejorral, el 21 de abril, y arribaron a las faldas de La Frisolera, camino de Salamina, el 5 de mayo, escenario del cara a cara con la facción de Córdova.

Martínez narra: “Con mis compañeras, cuyo número se había aumentado, deseosas todas de ver al enemigo, nos colocamos en línea recta a lo largo del filo de la loma. La orden era que tanto las jóvenes como yo, nos retirásemos de aquel puesto que a cada momento se hacía más peligroso. Luego vi correr a mi hermano Isaac gritando: ‘victoria’”.

A paso de vencedores, la tropa de Henao, con Ana María a bordo, recibió vivas en Aguadas y Abejorral, donde esta finalmente se reencontró con Nisser. “Sentí una de aquellas emociones que el corazón suele sentir sin saber la causa”. Ya juntos caminaron hasta llegar a Medellín.

Con la publicación de su diario, Martínez es considerada también la primera escritora antioqueña del siglo XIX, y con tales logros, sus biógrafos —Roberto María Tisnés y Néstor Botero— la consideran la última heroína colombiana.

De su vida solo se conoce que tuvo dos hijos que murieron en sus primeros años y que pasó sus últimos días en una casa en la plazuela San Ignacio hasta que murió el 18 de septiembre de 1872 mientras su esposo se encontraba en Estocolmo buscando capital para reactivar las minas.

Mucho lucharon sus corazones para terminar de latir tan lejos el uno del otro.

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