Quién lo creyera, pero los cementerios también se mueren.
La historia de Medellín, del siglo XVIII en adelante, atesoró espacios dentro de la incipiente urbe donde confluían vivos y muertos más allá de las parroquias, que en ese entonces eran los lugares por excelencia donde la sociedad realizaba los rituales fúnebres de acuerdo con las doctrinas de la iglesia católica.
Hoy, más de 200 años después, a muchos de ellos se los devoró el olvido y se los llevó el ensanche. La modernización y expansión de la otrora Villa de La Candelaria y nuevos requerimientos en temas de salud pública y tanatopraxia desplazaron los muertos de entonces de sus lugares originales.
Camposanto extramural
Como las pocas iglesias de la época agotaban sus espacios para albergar cadáveres cerca al altar y lo reducían cada vez a las familias más privilegiadas, las autoridades eclesiásticas de principios del siglo XVIII comenzaron un casting de terrenos para construir el primer cementerio de la entonces villa en expansión por fuera del marco urbano.
En este espacio, según los reportes históricos, quedaba en lo que hoy son las inmediaciones del edificio Miguel de Aguinaga y la plazuela Rojas Pinilla, muy cerca del Museo de Antioquia. Así lo certifican los restos que allí se encontraron cuando se realizaron intervenciones urbanísticas con el pasar de las décadas. Algunos historiadores y reseñas de prensa también lo referencian como el de San Benito.
Diego Bernal, docente de la facultad de Historia de la Universidad Pontificia Bolivariana, explica que el primer mausoleo por fuera de la Villa de La Candelaria, es decir al otro margen de la quebrada Santa Elena, fue el de La Villa que también era conocido como el cementerio de Medellín.
“Se inauguró el 20 de julio de 1809 y tiene una vida muy efímera porque todos los reportes de la época dan cuenta de que las condiciones de salubridad eran terribles, a tal punto que ya en 1825 se comienza a pensar en uno nuevo con mejores condiciones que terminaría siendo el cementerio de San Lorenzo”, explica el académico.
Nuevo referente de ciudad
A partir de 1828, un extenso lote ubicado al sur del centro de la ciudad, en lo que hoy conocemos como Niquitao, comenzó a funcionar como el principal referente para las prácticas funerarias de la creciente sociedad antioqueña.
La demanda fue tal que luego de unas décadas desbordó su capacidad y entró en un desorden que deterioró las comodidades de los nuevos “inquilinos”.
“Se llena hasta el punto que no se sabe dónde hay gente enterrada y dónde no y hasta los mismos sepultureros abrían espacios sin permiso. Este hecho motiva quejas al obispo de la época en las que le dicen hasta que prefieren tirar sus muertos a las quebradas, por lo que se busca una ampliación que es el cementerio parroquial que está contiguo al de San Lorenzo”, cuenta el catedrático que hace parte de la Red Iberoamericana de Valoración de Cementerios Patrimoniales.
Aunque este mausoleo (San Lorenzo) recibió muertos hasta la década de 1980 y solo hasta 2005 se desocupó de los restos como parte de un plan de convertirlo en parque, lo cierto es que mucho antes el lugar fue opacado por el cementerio San Pedro, hoy convertido en museo y bien patrimonial, que fue inaugurado en 1845 luego de que 50 de las familias más prestantes de la época se reunieran para dar un estatus privado a sus muertos.
Así lo reseña Gloria Mercedes Arango, en su texto La Mentalidad religiosa en Antioquia, donde explica que estos lugares no escapaban de los códigos imperantes marcados desde la colonia, que eran dominados por la iglesia.
“Como reducción simbólica de la sociedad soportaban las inclusiones y las exclusiones que en ellas se vivían. Los cementerios católicos no podían albergar los cuerpos de los suicidas, de aquellos que no hubieran recibido los sacramentos o de los protestantes”, apunta el texto antes de señalar que en esa serie de rituales fúnebres había poco espacio para los laicos.
Ahí es clave el concepto del muladar, que era el espacio non sancto para las personas que no podían ser sepultadas en sagrado y del que cementerios como San Lorenzo aún guardan vestigios.
En el Museo Cementerio de San Pedro también existió a principios del siglo XIX un espacio que fue destinado para inhumar a las personas que no profesaban la religión católica y que fue objeto de polémicas con los líderes eclesiásticos.
Allí permaneció el segmento laico, de acuerdo con el docente Diego Bernal, hasta que a mediados de 1970 el cementerio de San Pedro realizó una expansión y terminó priorizando el aumento de la capacidad para enterrar católicos.
Los parroquiales
Puestos los servicios fúnebres al poder de la iglesia católica, entre finales del 1800 y principios de 1900 surgen en Medellín los cementerios parroquiales que se expandieron en lugares tan diversos como Aná (ahora Robledo), La América, Belén o El Poblado.
(Lea aquí Los cementerios de barrio en Medellín que se niegan a morir)
Todos con una estética y disposición relativamente similar y con equipamientos de capillas y símbolos religiosos como epicentro del diálogo entre los vivos y sus muertos.
De estos los que ya desaparecieron fueron el que se conoció como Robledo, ubicado en límites del barrio Calasanz y Ferrini y que a finales de los 80 se transformó en un espacio apto para urbanizar y engrosar la pila de unidades residenciales de ese sector del occidente de la ciudad, y el de Belén Rincón, quizás el último que cerró sus servicios.
Los otros, salvo el caso de La América que está en límites con la comuna 13 y que vive un proceso de resignificación asociado a la memoria del conflicto urbano que lo mantiene vigente, se han visto relegados por nuevos camposantos que aumentaron la oferta de servicios fúnebres.
Por lo pronto, lo ritual y lo simbólico seguirán unidos en estos espacios que sobreviven en la ciudad. Así pasa, por ejemplo, con muchos de los restos que fueron trasteados de San Lorenzo al Universal y que tienen una historia por contar .
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