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Así era Juan Arturo Gómez Tobón, el periodista que denunciaba la injusticia en el Urabá

El periodista de la Universidad de Antioquia murió a los 61 años por un infarto. Era colaborador de medios como El Colombiano, Vorágine y Universo Centro. Esta es una semblanza de una vida que se dolía por las injusticias.

  • Así era Juan Arturo Gómez Tobón, el periodista que denunciaba la injusticia en el Urabá
20 de enero de 2025
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En octubre de 2015 recibí la llamada de un hombre alterado que hablaba como un zafio. La voz era típica de un fumador: ronca, seca. “Soy Juan Arturo Gómez, el periodista José Guarnizo me dio su número; le voy a contar todo lo que sé de la corrupción que hay con el Plan de Alimentación Escolar en Acandí, Chocó. Aló, aló, ¿Me escucha?”. Yo llevaba pocos meses como corresponsal de la revista Semana en Medellín, puesto que le había recibido a Guarnizo, con quien hemos tenido una confianza ciega desde hace más de una década. El caso es que Juan cumplió su promesa y publiqué varios reportajes que terminaron con decenas de investigaciones de la Procuraduría y la Fiscalía. Pero el secreto de todo era él, el viejo, Juan, que murió de un infarto esta madrugada del 20 de enero en Apartadó, Antioquia, llevándose su espíritu maledicente y sabio que acompañó a quienes quiso.

Juan Arturo Gómez Tobón era un periodista que vivía en Apartadó y que conocía como nadie esa realidad dura y sofocante. Era amigo de los campesinos de la comunidad de paz de San José de Apartadó, les dio para vivir a decenas de migrantes cubanos, venezolanos, haitianos —cuenten naciones al azar— que por años pasaron por el Darién; denunció a las mafias que traficaban con carne migrante, conoció a varios hombres de la cúpula del Clan del Golfo y los enfrentaba como un suicida, entrevistaba a los pandilleros que se destajan a machete en las peleas de los barrios más pobres del Urabá, sabía de la erosión costera que se come lentamente la bahía. Lo sabía todo de ese rincón, no se le escapaba nada, y por eso mismo podía llamarte a las once de la noche para decirte que había un incendio en los bosques de Unguía, o que se había cometido una masacre en Turbo, o que una lancha llena de migrantes había naufragado. No existe periodista que haya pasado por el Darién en los últimos años que no haya tenido de la ayuda de Juan Gómez. El secreto era él, el viejo, Juan.

Solía ser un dolor de cabeza. Era testarudo y llamaba para tartamudear infinitamente, pero siempre tenía algo importante para decir. “Que Otoniel te manda a preguntar si lo querés entrevistar”, me dijo alguna vez, y fuimos con el fotógrafo Pablo Andrés Monsalve Mesa —el otro gran amigo— a buscarlos a Las Changas, una vereda de Necoclí donde nos citaron después de tres días en los que nos siguieron para saber si teníamos “cola”. Juan fue el artífice. Llegamos a un caserío donde los hombres corrían armados como si llevaran pan para el desayuno, nos llevaron a una finca, nos sentamos en una gallera, conocimos a alias Inglaterra, mandamos razones, pero el Ejército apareció. Juan nos esperaba abajo en Apartadó, porque él era un tipo generoso, que no buscaba nunca la primera persona, solo tendía puentes, ayudaba. Miles de historias se han publicado en medios nacionales y de afuera, y detrás de ellas estaba Juan.

Nunca contó muy bien cómo sucedió todo, pero aunque nació en Titiribí el 2 de julio de 1963 y estudió en su juventud algunos semestres de Periodismo en la Universidad de Antioquia, la vida lo arrojó a Unguía, en el Chocó, donde pudo recuperar una vida que se le estaba perdiendo por los excesos de las drogas y el licor. Por eso amaba a Unguía como se ama a la raíz del mundo, porque lo había rescatado. Fue palabrero, negociante, ayudador. En el Urabá conoció a todo el mundo y como hombre en situación, salió ileso de la guerra, de los chismes y de la fiesta. Era un hombre recio, pero amable, dadivoso. Podía sacarte de casillas en diez segundos y alegrarte en menos tiempo. Amigo de sus amigos. No sé en qué momento empezó a llamarme “cabezón”, pero lo hacía con gran cariño sabiendo que el verdadero cabezón era él, cosa que nos hacía reír. Medía 1,63 centímetros y tomaba café todo el día mientras fumaba cualquier cigarrillo que se le atravesara. Estuvimos en riesgo muchas veces y siempre supe que podíamos ir hasta el final juntos en cualquier misión, Pablo Andrés lo sabe, Juan era un hombre que podía morir por sus amigos y por el periodismo. Quizá sea de los pocos periodistas que se arriesgaban de verdad. Recuerdo que en 2016, cuando más de diez mil cubanos se quedaron atrapados en Turbo por el cierre de la frontera con Panamá, Juan recolectaba comida y ropa para llevarles hasta una bodega maloliente donde encontraron refugio, entonces la Fiscalía en una infamia ininteligible decidió investigarlo por tráfico de migrantes, pero él nunca tuvo cuidado de sí, a sus 61 años, todavía pasaba por el Darién para salvar un par de vidas.

Como siempre le interesó el periodismo, volvió a estudiar, pero en la sede de Apartadó de la Universidad de Antioquia, entró en agosto de 2013, cuando ya tenía 50 años. Los profesores siempre recordaron su testarudez y sus ganas de contarlo todo. Todos los que lo conocieron vivieron bajo el signo de su lealtad y de su intensidad. Podía estresar a un payaso. Por eso era tan buen periodista: obsesivo con los datos, con el cruce de testimonios. Al final nos unió más una amistad rara, hablábamos de nuestros demonios, de las deudas, de las soledades (amaba a su hijo Gabriel más que a nadie, se sentía feliz porque había logrado que tuviera su primer trabajo como periodista). Me llamó hace cinco días y no le contesté, pensé que ya tendríamos tiempo. No hubo más. Olvidé que cuando dejamos la adolescencia entramos en la arena movediza de la tumba; olvidé ese verso de Edna St. Vincent Millay: (Solo) “La infancia es el reino donde no muere nadie”.

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