Con la primera luz del sol, las dos elefantas de la Hacienda Nápoles, Rany y Junior, estuvieron atentas a la agitación paquidérmica que sacó de la cotidianidad el santuario de fauna de Doradal, en Puerto Triunfo.
Son dos ejemplares descendientes de razas africanas, donadas hace tiempo por el circo Hermanos Gasca, porque al paso que iban, se saldrían matando. Los trabajadores de la Hacienda recordaron que, cuando llegaron, las separaron y soltaron en esa libertad controlada, en la cual disfrutan de grandes praderas, lagos y pantanos. Esta amplitud marcaba un contraste con la estrechez del circo. Además, era la primera vez que comían pasto natural, arrancado con su trompa, y no los cubos de heno comprimido que les entregaba el domador. La sensación de extrañeza y deleite, aseguraron, era perceptible. Después de 15 días, las juntaron y, desde entonces, se mantienen juntas en una amistad de fábula.
En la madrugada del viernes 15 de abril permanecieron atentas a los movimientos y ruidos procedentes de un contenedor metálico situado a escasos 100 metros de distancia. Solo la trompa y las orejas se les veía mover. Esos movimientos y ruidos debían resultarles familiares: un elefante estaba allí encerrado.
Se trataba de Zimbawe, cachorro procedente del zoológico Matecaña, de Pereira. En su liquidación, la Sociedad de Mejoras Públicas, entregó los animales a diversas entidades y este fue cedido a la Hacienda Nápoles. Ligero de equipaje, pero con un gran fardo de alimentos, fue el centro de una aparatosa mudanza conocida como Operación Arca de Noé.
Jorge Caro, veterinario responsable del traslado, a quien se le vio desde temprano, como a las elefantas, andar de un lado a otro para asegurarse de que no quedara nada al azar en el momento de abrir el contenedor, definió el traslado como “un evento complejo”. Reveló que desde hace tres meses venían alimentándolo en el guacal. “Él se metía y yo, por las ventanitas, lo alentaba con palabras”. De esos tres meses, contó, la mitad se le fue familiarizándose con los sonidos metálicos. Las personas que intervenían en su cuidado debían ser conocidas suyas, de modo que cuando llegara la hora de cerrar la puerta tras él, no enloqueciera.
“Zimbawe es un macho joven y más o menos malcriado porque fue criado por Kim, una hembra alcahueta. Las tías, usted sabe, son más complacientes que las mamás”.
Como las de los humanos son crías tan dependientes de los padres o de quienes los cuidan, y da lidia que se vayan de la casa, le preguntamos si no resultaba cruel desprenderlo del hogar, siendo tan joven. Jorge contestó que el estrés le terminará pronto y, en todo caso, entre los elefantes existe la costumbre de que, tan pronto cumplen 10 años, los machos son separados del grupo. El padre o las otras hembras los echan, para evitar que se apareen con parientes cercanas, y para que conformen sus propias manadas.
El día y la hora del encierro fue el martes a las siete de la mañana. Se movió un poco, desconcertado, y cuando una grúa alzó el contenedor para subirlo a la camabaja, reculó para encontrar estabilidad y se quedó quieto hasta que sintió nuevamente firmesa. En cuanto al recorrido, toleró la faena de 14 horas. “Aunque tiene unas averías: raspones en la cabeza y en la nalga”.
Días antes, consiguieron asesoría en materia de clima de los lugares por donde habría de pasar y, con el Ejército Nacional, apoyo logístico.
Expectativa aumenta
Mientras el veterinario hablaba, una retroexcavadora aplanaba el lugar. Vertía gravilla para secar el terreno inundado el día anterior, cuando, según los lugareños, llovió casi todo el tiempo en Puerto Triunfo. Esa máquina, con su pala mecánica, llenó de tierra un pedazo de un canal de agua, para formar un camino por el que la camabaja pudiera llegar hasta un potrero en el que se destacan tres ceibas, donde quedaría el elefante.
Electricistas formaron una especie de cortina de cables electrizados para “disuadir” a Zimbawe de eventuales movimientos desatinados.
“Come pasto, zanahoria, concentrado, manzanas, agua-melaza. Lo hace dos veces al día”. Zimbawe consume 220 kilos diarios de alimentos, incluido el pasto. Mide casi tres metros y pesa dos toneladas y media. El veterinario asegura que puede crecer hasta los cinco metros y llegar a pesar 10 toneladas.
Decenas de operarios se movían por el potrero. Templaban cercos, alistaban heno y agua para el recién llegado. Una multitud de invitados observan los movimientos y, de tanto en tanto voltean a mirar el contenedor que se movía y del que emergían ruidos como... ¿de agua corriente? La última orina del elefante dentro del cajón. Por la parte alta, de rejilla, se veía la trompa moverse en todas las direcciones, como si con ella pudiera darse cuenta de lo que pasaba alrededor.
“Yo he cuidado a Zimbawe toda su vida —cuenta Abelardo Colorado Quiceno, hombre alto y decidido—. Atendí el parto de su madre, Maggy. Cuando estaba preñada, la aislé para que el macho no la buscara y la montara otra vez, porque le podía generar un aborto. La cuidé los 22 meses del embarazo y la ayudé en el parto”. Como un notario, añadió: Zimbabwe nació el 12 de diciembre de 2006. Es hijo de Pirinolo y Maggy. Pesó de 140 a 150 kilos al nacer”.
Las dos elefantas que esperaban ansiosas junto al cerco no alcanzaron a escuchar a la directora del zoológico Santa Fe, Sandra Correa, cuando, parada sobre un montículo de tierra, en medio de esa multitud expectante y debajo de un sombrero de fibras naturales, dijo: “El nombre Zimbawe lo escogieron los risaraldenses mediante concurso. Nació y lo reclamaron los hermanos Gasca, pero los pereiranos declararon a Zimbawe ciudadano ilustre. Ahora están tristes por la salida del elefante”.
Y recordó que el simpático animal predijo marcadores de Colombia en el Mundial de Fútbol de Brasil. Para ello, escogía una torta con los colores de la selección orientada por José Néstor Pékerman. “Menos el último, en el que perdió”.
Ya se movían las patas de las elefantas dando coces en el suelo, como diciendo: “qué tanto hacen estas personas en lugar de dar salida al recién llegado. Si todo está dispuesto: hierba, agua... Qué falta de cortesía hacerlo esperar”.
Al fin, el veterinario gritó que podían acercar la cama baja y su gran cajón, por el camino allanado y el lleno de tierra que hicieron en la cañada.
Fotógrafos, con grandes cámaras o con las de sus teléfonos celulares, buscaron sitio en el montículo de tierra. Lentamente, el remolque se fue acercando a la boca del potrero. El veterinario subió al techo enrejado por donde debía verlo Zimbawe.
Animales y humanos mantenían en suspenso. Nadie parpadeaba. Por las mentes de unos y otros debían correr las inquietudes: ¿Qué tan larga y prensil será la trompa del recién llegado? ¿Correrá como loco y agarrará las piedras para arrojarlas contra esos que lo miran como a bicho raro? ¿Impetuoso, intentará romper cercas para reunirse con las dos hembras que lo esperan anhelantes, más allá? De suceder lo último, sería disuadido por corrientazos eléctricos...
Nada pasó. Solo se alcanzó a ver una trompa tanteando el terreno del bordo del guacal, tocando el lodo, levantándose para sentir el aire tibio, el ambiente húmedo... “Después de pasar 24 horas en este cajón, qué prisa me voy a dar en salir hacia lo desconocido?”, debió pensar el paquidermo.
De pronto, una voz lo cambió todo. La de un hombre que se mantenía en la pradera. “¡Zimbawe! ¡Ven, Zimbawe! ¡Zimbawe!”. Es Abelardo Colorado Quiceno. No había nada que temer. El cachorro de elefante abandonó por fin el guacal y avanzó con un trotecito suave —se diría tranquilo— por el prado y no paró mientes en las rocas blancas.
Fue a saludar a las hembras, Rany y Junior, que no lo perdían de vista. Ante los ojos atónitos de la segunda, la más grande lo recibió con movimientos agitados de orejas y trompa. Le propinó cabezazos por encima de la cerca. El saludo fue devuelto por el recién llegado. Ambos barritaron. Segundos después, los dos paquidermos intercambiaron chorros de agua tomadas de los charcos con sus trompas.
“Ella le está diciendo: ‘aquí mando yo’”, interpretó Sandra Correa.
Por más de media hora, los observadores —personas y elefantas— no perdieron de vista a Zimbawe, que caminó bajo las ceibas, rondó cerca de las hembras... Luego fue al lugar de la comida y se llevó la trompa a la boca, cargada de heno. Pronto le llevarían manzanas y mantequilla de maní con pan, para estimularlo. Más tarde, un chaparrón daría la bienvenida al recién llegado.
Tres horas después, ya sin presencia de curiosos, volvimos a ver a Zimbawe. No contento con el baño que tomó en la lluvia, se daba otro con largos y repetidos chorros de agua pantanosa. Esa trompa, como una manguera, lograba mojarle todo el cuerpo. Ante Rany y Junior había un niño de nueve años embarrado desde sus colmillos apenas insinuados hasta la cola.