Desde 1995 no habló ni vivió con nadie. Al final de sus días se acostó en la hamaca, se adornó con plumas de guacamayo, esperó la muerte. Así fueron los últimos momentos del indígena más solitario de la Amazonia brasileña. Sin señales de violencia y casi putrefacto lo encontraron los funcionarios encargados de monitorearlo.
Con él se puso punto de cierre a una tribu. Nadie supo su nombre ni su lengua: las interacciones con el mundo ajeno a los 80 kilómetros cuadrados de su terreno fueron esporádicas, centradas en recoger las herramientas y las semillas dejadas por los miembros de la Fundación Nacional de Indio (Funai), un organismo estatal consagrado a la protección de los 115 grupos étnicos del Brasil. Sin leerlo, el anónimo varón –de aproximadamente 60 años– vivió a plenitud el ideal propuesto por Henry David Thoreau: estar por fuera de la sociedad. Incluso, para ser justos, fue más coherente en este camino que el filósofo estadounidense.