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El pasado 9 de marzo, por unanimidad, 2.952 delegados del falso parlamento que aplaude las decisiones de la cúpula comunista en China, ratificaron a Xi Jinping para un tercer mandato al frente del gobierno chino. Se trata de un acontecimiento inédito, más no sorprendente, ya que en 2018 había cambiado la Constitución para eliminar la restricción de dos mandatos. Desde los tiempos de Mao Zedong no se veía una concentración de poder semejante que podría permitirle permanecer por tiempo indefinido. Ya lleva 10 años al frente del gigante asiático y con esto confirma su giro autoritario y el culto extremo a su personalidad que se sintetiza en la ideología que se enseña en los colegios y que lleva, cómo no, su nombre.
En China, la presidencia es un título en gran medida ceremonial. El poder real reside en los cargos de jefe del partido y del Ejército, dos funciones clave en las que Xi también supo mover sus fichas y para las que fue reelegido en octubre pasado. Controlar el Estado, el Partido Comunista y el ejército lo convierte en uno de los líderes más influyentes y poderosos del periodo posterior a la Revolución China. Y él sabe muy bien que los debe manejar con puño de hierro. El papel de los casi 3.000 delegados del Parlamento se limita a ejecutar una coreografía cada vez que se necesita puesto que las decisiones de fondo ya se han tomado previamente. Ellos simplemente actúan de cara a la galería sin que tengan capacidad real de voto.
A partir de ahora hay varios asuntos que Xi debe atender tanto a nivel interno como en la órbita internacional. Dentro de su país hay temas que preocupan: la recuperación económica tras tres años de aislamiento; la baja demanda mundial de las exportaciones chinas; la fuerte crisis demográfica, el desempleo juvenil y los problemas derivados de la burbuja inmobiliaria.
En el ámbito exterior, la principal pregunta es la de si endurecerá las relaciones con Occidente. ¿Intentará reconducir la relación con Estados Unidos?, ¿tratará mediar con Rusia para acabar la guerra? Las respuestas no se han hecho esperar. No han pasado 10 días tras su ratificación como “cuasi deidad” y ya se anuncia visita a Rusia para el próximo lunes. Pekín dio en las últimas semanas pasos clave para alcanzar una posición de posible negociador, como la publicación de una “solución política al conflicto” y la presentación de su Iniciativa de Seguridad Global. Esta última fue recibida en su momento con frialdad por la Unión Europea y Estados Unidos, pues pone en el mismo plano “al agresor y al agredido”. Pero la gran diferencia es que ahora China tiene el impulso total del logro conseguido la semana pasada con al restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Arabia Saudí e Irán y del cual fue un muy activo protagonista.
Por ahora, los chinos siguen en su estela de no criticar al Kremlin y no ha variado su argumento sobre la guerra en Ucrania. Esta misma semana, el nuevo ministro de Relaciones Exteriores, Quin Gang, dejó muy claro que no están dispuestos a admitir interferencias externas para que China se mantenga a distancia de Putin, respete el régimen de sanciones y no ayude a los rusos con armamento y munición. Dado que lo que prima es la solidaridad entre dictaduras, acatan soterradamente esa actitud de hostilidad hacia el enemigo que el Kremlin designó como tal: no un país, sino a Occidente entero, esa región del mundo donde prima la democracia y el sentido de colectividad liberal que tanto molesta a las autocracias.
Pero de manera muy astuta, se presentan con una falsa equidistancia en sus relaciones con Putin, y hacen creer que están más cerca del denominado sur global (India, Brasil o Sudáfrica), que de dictaduras, como Bielorrusia, Corea del Norte o Irán, que apoyan de manera incondicional a Putin. Pero nadie les cree y el ambiente internacional está pesado. En Asia creen que la invasión de Taiwán es inminente, por lo que toda la región se siente amenazada. En distintos países han empezado los preparativos: Japón se está rearmando, Alemania le busca el lado a Corea del sur, Filipinas se acerca a su excolonizador norteamericano y Australia, buscando protegerse, estrecha lazos con Estados Unidos, Japón y la India.
En este tablero en el que todos mueven ficha comienza a verse claramente cómo el conflicto ucraniano escala de manera global. Ya no son solo las consecuencias que padecemos y que hemos mencionado en otras oportunidades, sino que ahora los países buscan alianzas estratégicas que les aseguren protección en caso de que el asunto en Asia se desmadre. La orden de arresto que emitió la Corte Penal Internacional (CPI) contra el presidente ruso como “presunto responsable” de la deportación ilegal de niños ucranianos y su traslado de zonas ocupadas en Ucrania a Rusia, puede tensar aún más la situación. Porque estamos hablando de un hecho que supone un crimen de guerra según el Estatuto de Roma. Aunque el efecto que pueda tener esto en la relación China-Rusia será mínimo.
Quedan muchos cabos sueltos, dudas e incertidumbres dentro de la propia China para este nuevo periodo que perpetúa el poder de Xi Jinping. Bajo su mandato han aumentado la vigilancia y la censura, así como la propaganda nacionalista y los ataques a los derechos humanos de minorías como los uigures. El Tíbet se transformó en un Estado policial totalitario, y los empresarios se han visto sometidos a mayores controles políticos y restricciones anti-covid, así como a un intervencionismo constante en el comercio por internet y las empresas tecnológicas. Las experiencias del pasado hacen temer que todas esas medidas se van a recrudecer durante los próximos cinco años de mandato de Xi.
Las cosas no pintan bien, pero depositemos un voto de confianza en que la visita de Xi Jinping a Moscú la próxima semana sirva de verdad para frenar el despropósito de esta guerra. Aunque quede tanto por mejorar en su propio país .