Justificada y explicable la alarma social que generó el hecho de que un sujeto condenado por abusos sexuales contra menores de edad, que además tiene otras investigaciones encima por delitos de igual aberración, estuviera en la calle porque autoridades judiciales decidieron otorgarle beneficios que la ley prohíbe para esa clase de crímenes contra los niños.
Para ser más precisos: no es que un juez lo hubiese dejado en libertad, sino que le otorgó la casa por cárcel porque tenía una tuberculosis a cuyo tratamiento no respondía en la cárcel. Y una vez en su domicilio, el personaje, ya con condena impuesta pero sin mayores limitaciones, se fue. La reacción de la comunidad impulsó a las autoridades a activar un plan de búsqueda que ayer en la tarde dio frutos, al ser recapturado en Maicao.
La directora del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), Cristina Plazas, denunció que al condenado, de nombre Bayron Palacio Fernández, de 49 años, a quien la policía denomina “el monstruo de la Sierrita”, ni siquiera le había sido impuesta la obligación de portar el brazalete electrónico para efectos de su monitoreo por parte de las autoridades penitenciarias.
¿Cómo es posible que una situación así se presente? El ICBF informó ayer que la Fiscalía “armó una carpeta con siete casos de asaltos sexuales cometidos por Palacio Fernández, entre diciembre de 2007 y agosto de 2008, contra menores de edad en los barrios El Bosque, Las Malvinas y La Sierrita, en el sur de Barranquilla”. Informes de la prensa de esa ciudad reportaron que Palacio ya había recibido una primera condena, de la que salió pronto, y que reincidió en sus delitos sexuales casi que de inmediato.
Y no es este un caso aislado. El mismo ICBF asegura en un comunicado oficial que “conoce de 20 casos similares en todo el país donde se les podrían otorgar beneficios a los violadores”. Como no podía ser menos, se comprometió a ejercer todas la acciones legales necesarias para que esto no suceda.
El vigente Código de Infancia y Adolescencia (Ley 1098 de 2006) contiene todas una batería de normas jurídicas destinadas no solo a la protección general a niños, niñas y adolescentes, sino a precaver riesgos posteriores a su condición de víctimas. Entre ellos, en el Título II (artículo 199), se excluye la posibilidad de que los agresores sexuales de niños puedan pagar la pena en sus domicilios.
En esta fuga, la Policía y la Fiscalía actuaron con la prontitud que la gravedad del caso exigía. No siempre ocurrirá así, y el temor fundado de las familias ante la presencia de depredadores sexuales se suma a la incertidumbre sobre un sistema judicial que no protege a la comunidad.
En este tipo de casos se presenta esa permanente y al parecer insubsanable contraposición entre los derechos procesales debidos al reo, y la protección a la sociedad ante el peligro inminente de personas con historiales comprobados de reincidencia. Y los derechos del reo serán siempre exigibles, pero sin que de allí se pase a tal laxitud que se roce el prevaricato judicial.
Ha habido propuestas legislativas incluso para imponer cadena perpetua a los violadores o abusadores sexuales de menores de edad. Quizás se ha incurrido en lo que ha dado en llamarse “populismo punitivo”. Pero errores judiciales como los cometidos con este señor, repetidos una y otra vez, no ayudan para nada a asumir un debate provechoso sobre cómo enfrentar este tipo de criminalidad tan depredadora.