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Vargas Llosa, vida maestra

Al cumplir 80 años, plenos de vitalidad y lucidez, es obligación (placentera) destacar el valor intelectual, artístico y humano de un escritor dedicado sin tregua a maravillarnos con su obra.

29 de marzo de 2016
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En el título otorgado por la Corona de España como Marqués de Vargas Llosa, lo que más destaca es su condición de “Ilustrísimo señor”. Es lo que ha construido a medida que cruza el pozo refrescante de su creación literaria y es el rastro que dejan los trazos profundos de su destacado y necesario papel de ensayista. Las palabras con que dibuja los viajes de su imaginación y aquellas con que ausculta las facetas de la realidad.

El peruano Jorge Mario Pedro Vargas Llosa (28/03/36), latinoamericano tan universal, Nobel de Literatura y ganador de otra decena de premios y títulos del ámbito de las letras y la palabra, llega a los 80 años de una vida que se antoja maestra, si por demás se lee y se despliega en las páginas de su obra, que para esta época ya se descubre monumental y fecunda.

Su personalidad, enriquecida y tensada por la escolástica lasallista y salesiana, y por la disciplina del colegio militar en que cursó los últimos años de bachillerato, hoy se expande en la producción de un escritor por vocación y por ejercicio que logró re-crear un mundo literario propio redondeado en sus novelas. Desde La ciudad y los perros (1962) hasta textos más recientes como La Fiesta del Chivo (1998).

Inmerso en la política y los asuntos de Estado, y en la experiencia nada exitosa de una candidatura presidencial en Perú, Vargas Llosa también ha despertado las contradicciones y polémicas de sus seguidores y de la ciudadanía global por sus posturas poco o nada ajustadas a los gustos de las vanguardias, en especial las de izquierda. Aunque tal vez pocos intelectuales como él han sido tan firmes, consistentes y coherentes en la defensa de los valores democráticos.

“Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. (...) Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión”, dijo Vargas Llosa en la entrega de su Nobel en Oslo, el 7 de diciembre de 2010.

En eso radica la condición ejemplar, y de ilustre señor, que reconocemos al escritor en estas líneas. Su tarea reconfortante de transformar y pinchar las conciencias es más revolucionaria y auténtica en tanto se encarga, sin saberlo quizás, como lo advierte él, y sin panfletos odiosos o coros de turiferario, de reivindicar y reclamar el bienestar esencial que deben retribuir el Estado y los líderes políticos (y de toda clase) a sus conciudadanos.

Aunque Vargas Llosa ha cuestionado la civilización del espectáculo (“La de un mundo en el que el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento”), su vida reciente ha terminado, sin quererlo dirá él, retratada en las revistas del jet set y la farándula. Por estos días Madrid es galería de merecidas galas y tertulias en torno suyo.

Pero ese es el capítulo más corto y evanescente de una trayectoria que merece distinciones sonadas y honores elevados para un caballero cuyo heraldo han sido las letras y el pensamiento, la escritura y la reflexión. La belleza y la crítica.

¿Quién puede presentar queja contra un latinoamericano capaz de retratar a su continente y a la humanidad contemporánea con ese grado de perfección narrativa y cuidado ético? Por eso en torno a él, para celebrarle, se juntan esta semana expresidentes, nobles, poderosos e intelectuales del mundo. Y aunque no asistan a los fastos, también sus lectores. Porque vaya si en este tramo del camino, le encaja una frase sencilla y justiciera: a todo señor, todo honor.

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