Trump y el resultado electoral

No ha habido forma de que Trump responda si reconocerá un eventual triunfo de Biden y si entregará el poder como lo han hecho todos los demás presidentes. El próximo martes Biden lo debería conminar a ello.

26 de septiembre de 2020

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No hay rueda de prensa o entrevista de los últimos meses en Estados Unidos, en la que el presidente y candidato republicano Donald Trump no oiga la misma pregunta: ¿reconocerá usted el triunfo del candidato demócrata, Joseph Biden, si este gana las elecciones?

Como quiera que el presidente Trump no contesta, o abre enigmáticas posibilidades con respuestas ambiguas, las preguntas se expanden con inquietudes similares: ¿Habrá un traspaso pacífico del mando si los votantes deciden cambiar de presidente? ¿Pueden los estadounidenses confiar en el sistema electoral? ¿Si el presidente en ejercicio siembra tantas dudas sobre la posible capacidad de adulterar los resultados del voto por correo, qué pasará si es él quien tenga el mayor número de papeletas enviadas por esa vía?

Algunos analistas republicanos esgrimen a modo de justificación, que Trump no responderá a esas preguntas porque simple y llanamente no concibe la posibilidad de no ser reelegido, que su espíritu de negociador nato acostumbrado siempre a ganar no admite siquiera la idea de la derrota. Sin embargo, su reticencia a darles tranquilidad a los estadounidenses en el sentido de que se respetará una de las mayores señas de identidad de la república –el traspaso pacífico del poder, sea quien sea que gane las elecciones– también siembra inquietudes e inconformidad en sectores del propio partido republicano. El senador republicano Mitt McConnell, quien además es el líder del bloque mayoritario en el Senado, envió un mensaje que decía: “El ganador de la elección del 3 de noviembre tomará posesión el 20 de enero (de 2021) y habrá una transición ordenada del poder como la ha habido cada cuatro años desde 1792”.

No recuerdan los estadounidenses un presidente que haya atacado más el propio sistema político, sus instituciones y a las personas que las encarnan, como Donald Trump. Ataca a los jueces que toman decisiones contrarias a su administración, a sus agencias de inteligencia, a los militares de alto rango, a las cabezas del Pentágono, hasta a los propios funcionarios de la Casa Blanca, a los que dedica toda clase de descalificativos. Y últimamente se ha dedicado a sembrar desconfianza, una y otra vez, contra el servicio postal nacional y, directamente, contra el voto por correo, que precisamente este año tendrá un incremento significativo por los confinamientos impuestos por el coronavirus.

Las dudas que ha manifestado del voto por correo, de las supuestas conspiraciones de los del partido demócrata para adulterar a su favor los resultados –no hay ni una sola prueba de eso– pueden llevar a que esa posibilidad de ejercer el derecho al sufragio sufra merma por la desconfianza que está sembrando en el electorado.

Aquí, como en varias otras cosas, Trump ciñe sus actuaciones según el modelo del populismo antisistema: solo reconoce lo que se acopla a sus intereses, y descalifica y deslegitima todo lo que le sea adverso, incluso el resultado electoral. Hay que tener en cuenta que en Estados Unidos la elección final se hace según el número de compromisarios de los colegios electorales, de modo que, aun teniendo menor votación popular, un candidato puede ser ungido presidente, como en los casos del propio Trump en 2016 o George W. Bush en 2000.

El próximo martes será el primer debate cara a cara, de tres que habrá, entre Trump y Biden. Se definirán muchas cosas y bien haría el demócrata en insistir para que Trump diga de una vez por todas si estará a la altura de la tradición histórica de los gobernantes norteamericanos de respetar escrupulosamente las definiciones de la democracia.