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El mundo aún necesita un foro de diálogo y reglas compartidas. Lo que no es claro es que el esquema de la ONU, tal y como ha funcionado, lo siga haciendo en estos tiempos.
No pocos jefes de Estado en su momento han criticado a la ONU. Trump se ha quejado de que no hace lo suficiente en esfuerzos de paz liderados por Estados Unidos, Javier Milei de Argentina la ha llamado “leviatán”, y ayer Gustavo Petro aseguró que está en “crisis” y que “por mucho que voten, no se les hace caso”.
Esos comentarios se dan justo cuando la Organización de las Naciones Unidas cumple 80 años –el aniversario fue el lunes– y, por ende, se impone una pregunta inevitable: ¿tiene futuro la ONU en un mundo convulsionado por viejos y nuevos conflictos?
Antes de intentar cualquier respuesta es fundamental recordar que la ONU nació en 1945, cuando gran parte del mundo estaba en ruinas, y 51 países decidieron firmar la Carta de su creación con el propósito de evitar otra catástrofe global. La idea era que existiera un foro en el que todos los países del mundo pudieran resolver sus diferencias por vías diplomáticas.
El impulso inicial fue de Franklin D. Roosevelt, quien acuñó el nombre “Naciones Unidas” para designar a los países aliados, y con Churchill y Stalin, diseñó un aparato concentrado en el mantenimiento de La Paz. De suerte que, después, en un planeta dividido por la Guerra Fría, la ONU logró actuar en conflictos regionales como Corea, el Congo o Chipre. Promovió la descolonización de muchos países y dio voz a decenas de naciones recién independizadas. Secretarios generales como Dag Hammarskjöld y U Thant promovieron misiones de paz en medio de tensiones ideológicas. Y en los años 90, con la disolución del bloque soviético, la ONU vivió una segunda primavera: negoció el fin de guerras en Centroamérica, organizó elecciones en países en transición, apoyó el proceso de paz en Sudáfrica y se convirtió en actor clave del posconflicto.
Pero también hay una lista de fracasos que tampoco es corta. Las masacres de Ruanda y de la Guerra de los Balcanes —con cascos azules de la ONU sobre el terreno— dejaron al desnudo las limitaciones de la entidad. Más recientemente, su rol marginal en los conflictos de Siria, Gaza, Ucrania y Sudán, la han hecho ver como una organización incapaz de contener o sancionar: lo que algunos llamarían un “tigre de papel”.
El Consejo de Seguridad, que debía ser el garante último de la paz, se ha convertido en un escenario de bloqueo permanente, rehén del poder de veto de cinco grandes potencias. Los países que aportan para su sostenimiento ya lo hacen con desgano o dejaron de hacerlo. Y el regreso de Donald Trump y su “America First” amenaza el financiamiento y aumenta la presión para que la ONU se subordine a los cálculos de política interna estadounidense. Por lo pronto, Washington se retiró de la OMS, la Unesco y el Consejo de Derechos Humanos.
La ONU, sin duda, atraviesa una triple crisis de confianza, legitimidad y eficacia en años. Ha hecho carrera la percepción de que el sistema multilateral sirve más para legitimar intereses particulares que para proteger el bien común.
Puede que la ONU no esté muerta, pero a sus 80 años, sí está gravemente enferma. Sus triunfos muestran que es útil para construir consensos globales, pero sus fracasos revelan que el poder desnudo de los Estados sigue siendo la fuerza dominante. Es como si una cosa fuera la diplomacia, y otra distinta el ejercicio del poder en terreno: dos mundos paralelos.
La pregunta de fondo, entonces, no es solo si se debe reformar, sino si el mundo está dispuesto a mantenerla como el espacio central de gobernanza global. Por todos lados asoman alternativas: foros regionales como la Unión Africana, la Unión Europea o la OEA intentan suplir vacíos. Clubes de grandes potencias como el G20, los BRICS o la OTAN se presentan como contrapesos.
Sin embargo, ninguno de estos grupos tiene, como la ONU, total membresía de las 193 naciones del mundo. El carácter universal es su principal virtud. Y si se llega a fragmentar el temor es que podría traducirse en un mundo más caótico, donde cada bloque actúe según sus propios intereses, sin un marco mínimo de reglas comunes.
Dicen quienes conocen el sistema multilateral que su futuro dependerá de si logra reformarse para reducir el veto que la paraliza, asegurar su sostenibilidad financiera y recuperar su papel de mediador creíble. Y para recuperar la relevancia sugieren que se concentre en frentes concretos: reforzar la mediación en conflictos donde su presencia aún puede inclinar la balanza, blindar el financiamiento de sus funciones esenciales y limitar los vetos que paralizan su acción.
Lo cierto es que el mundo aún necesita un foro de diálogo y reglas compartidas. Lo que no está claro es que el esquema de la ONU, tal y como ha funcionado, lo siga haciendo en estos tiempos. Todo depende de si los países están dispuestos a salvarla o si, por el contrario, aceptarán navegar un siglo XXI sin brújula colectiva.