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El presidente Petro sigue repitiendo los dogmas de otra era, como si no supiera —o no quisiera saber— que la Guerra Fría terminó.
Gustavo Petro gobierna Colombia como si estuviera en su propia máquina del tiempo. Como si el Muro de Berlín no hubiera caído en 1989 para felicidad de muchos. Como si la Unión Soviética aún fuera un modelo de Estado a seguir y no hubiera colapsado estruendosamente en 1991. Petro insiste en discursos anacrónicos, inspirados en un modelo socialista que fracasó.
Así quedó en evidencia cuando, en una visita oficial a Alemania, llegó incluso a lamentar la caída del muro que dividía Berlín, en una declaración que refleja su apego a los dogmas ideológicos de los años 60.
Desde que asumió, el mandatario ha desplegado toda su artillería contra el empresariado. Cada vez que tiene un problema su respuesta automática es atacar al capital: no son pocas las veces que los ha acusado de esclavistas y corruptos.
Ha usado sus redes sociales como púlpito para estigmatizar y para alimentar una narrativa de “empresarios ricos malos versus pueblo bueno” que suena simplista, incluso desde los años 60.
Un ejemplo son los ataques a las Empresas Promotoras de Salud (EPS) con las que durante 30 años el país ha construido un sistema de atención en salud que trajo un enorme bienestar a la gran mayoría de colombianos: aumentó la cobertura de 28% a 98%, mejoró la calidad comparada con la atención del Instituto de Seguro Sociales, y las clínicas y hospitales de Colombia entraron en las listas de los mejores de América Latina. Pero a Petro parece interesarle sobremanera que la salud de los colombianos la atienda el Estado. No importa si sirve o no.
Así lo demostró con el reciente decreto que pone en marcha, por la puerta de atrás, la polémica reforma a la salud, que les quita a las EPS la función de aseguramiento y contratación. Hoy 30 millones de colombianos, el 60% de los usuarios del sector están en EPS intervenidas por el Estado, que la Contraloría advirtió están ahora peor que antes.
La novela de los pasaportes es otro ejemplo. El gobierno lleva más de dos años intentando quitarle esa tarea a la firma Thomas Greg & Sons, que la ha hecho sin tacha durante 18 años. La alergia de Petro por los privados en este caso llega hasta el chiste: dice que TGS es una multinacional y que va a recuperar la soberanía del Estado sobre los pasaportes. La miopía ideológica no le permite ver que TGS es de colombianos y que la solución que Petro persigue, por el contrario, implica compartir la elaboración de estos documentos con otro Estado, Portugal.
A la multinacional Drummond, que desde 1995 extrae carbón en el Cesar, el gobierno le frenó las ventas a Israel. Petro le ordenó a la Armada parar la salida de embarcaciones con carbón hacia esa nación, a pesar de que había zarpado un buque que tenía autorización del Ministerio de Comercio desde octubre de 2024.
Pero hay muchos otros casos de la intervención abusiva del gobierno en negocios particulares. El gobierno le quitó a Ventura Group la operación del muelle 13 de Buenaventura; amenazó con acabar el contrato del Fondo Nacional del Café con la Federación, amenazó con acabar las vigencias futuras de varias concesiones viales, suspendió el pago de peajes, pero tuvo que reversar la medida ante los problemas que había causado.
En cada uno de esos casos, en los que el gobierno de Petro abusa de su poder e incumple los compromisos con privados, hay litigios abiertos que pueden costar millones de dólares y que tendrá que heredar el próximo gobierno.
Lo mismo ocurrió cuando fue alcalde de Bogotá: intentó estatizar la recolección de basuras y tuvo tres días inundada la capital de desperdicios, intentó también acabar con Transmilenio, porque lo operan los privados. En ambos casos, después de la pataleta ideológica, le tocó pedirles apoyo a los empresarios a los que había pisoteado. En el caso de Transmilenio no solo les renovó los contratos sino que les dio más gabelas con sus buses en ese momento ya viejos.
La historia ya demostró que en la Unión Soviética, el modelo de Estado totalitario, llevó al estancamiento, la escasez crónica y una represión que sacrificó generaciones enteras. En Cuba, décadas de estatismo absoluto hicieron colapsar la economía y empobrecieron hasta dejar en los huesos a los ciudadanos. En Venezuela, el Estado se convirtió en dueño de todo, destruyó su aparato productivo, multiplicó la pobreza y expulsó a millones.
Países que alguna vez coquetearon con modelos como estos echaron reversa cuando se dieron cuenta de que en ninguna parte llegaba el progreso estigmatizando a la empresa privada.
El presidente Petro, no obstante, sigue repitiendo los dogmas de otra era, como si no supiera —o no quisiera saber— que la Guerra Fría terminó.
Atacar a los empresarios es matar la gallina de los huevos de oro. Esos empresarios son quienes invierten, generan empleo y pagan impuestos. Cuando se van —como ya muchos lo han hecho— desaparecen los empleos, los tributos, la inversión. Y el Estado se queda sin recursos para financiar los programas sociales que prometía expandir.
No hay huevos. No hay gallina. No hay oro. Y lo más grave: no hay buen futuro si un Presidente pretende gobernar con recetas que ya fracasaron.