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Celebramos la madurez con la que se cerró este ciclo. Los valores del GEA no eran un artificio, sino una convicción. Si se mantiene, entonces no es el fin del GEA, sino el nacimiento de una nueva generación.
Desde este 28 de julio, puede decirse que el GEA, tal como lo conocimos durante casi medio siglo, ha dejado de existir. Grupo Sura y Grupo Argos rompieron finalmente el nudo que las ataba en participaciones cruzadas, marcando el cierre de una de las estructuras empresariales más simbólicas e interesantes de Colombia. Para muchos, es el epílogo de una era. Para otros, una oportunidad: ya no hay un GEA; ojalá sean dos GEA.
La frase no es solo una metáfora. Habla de una esperanza: que esta separación no implique el abandono de los valores que definieron al Grupo Empresarial Antioqueño sino, por el contrario, su multiplicación. Que la disolución del amarre accionario, del enroque como lo conocimos, no implique también el desmonte de una forma de hacer empresa con alma, cabeza y corazón.
Más allá del tecnicismo financiero, lo que termina no es solo una fórmula societaria: es un modelo que priorizó lo colectivo sobre lo individual, que invirtió en tiempos de miedo, que asumió la ciudad como parte de su balance. El GEA fue más que un “sindicato” de empresas: fue una filosofía, una cultura, un capitalismo con matices humanistas.
¿Desapareció todo eso con el fin del enroque? No debería. Ahora, sin participaciones recíprocas, Argos y Sura pertenecen a más de 40.000 accionistas, sin nadie con más del 10 % del poder, con los fondos de pensiones —es decir, los ahorros de más de 20 millones de colombianos— como principales tenedores. Una democratización de la propiedad que honra el espíritu original de las empresas paisas. La estructura cruzada del GEA fue una etapa, pero no el alma del modelo.
Que no haya un GEA ya no debe significar que no sobreviva el espíritu del GEA en el sentido más profundo del término. Que las compañías que nacieron con ese sello no olviden que buena parte de su legitimidad —y de su éxito— se basó no sólo en sus cifras, sino en su conciencia, en entender que ser empresario es una forma de construir ciudad, no solo de acumular capital.
Casi cuatro años después de que la palabra OPA apareció en los titulares, gracias a la ofensiva del Grupo Gilinski sobre las joyas del llamado GEA, esta estructura empresarial deja de existir. Fue una batalla empresarial sin precedentes. Una en la que las compañías paisas resistieron como pudieron los embates financieros y jurídicos, los ataques reputacionales y el asedio constante del capital más agresivo. No lograron conservar Nutresa, que terminó en manos del Grupo Gilinski y sus socios árabes. Pero sí salvaron a Sura y a Argos. Y no es poca cosa. En medio de la tormenta, lograron preservar dos pilares estratégicos del empresariado antioqueño.
Algunas lecciones de esta historia han envejecido bien. Cuando empezaron las OPAs, en plena resaca económica de la pandemia y con la Bolsa de Valores de Colombia languideciendo por baja liquidez, se dijo que las acciones del GEA estaban subvaloradas. Los hechos lo confirmaron: desde noviembre de 2021, los papeles de Sura, Argos y Nutresa han multiplicado su valor por tres, o más.
Este hecho confirma que los argumentos esgrimidos por las compañías para no vender en las OPAs —que los precios ofrecidos no reflejaban el valor real de las empresas y que no se estaba dando a todos los inversionistas de Argos, Sura y Nutresa la oportunidad de decidir si vender o no a un precio justo— también han envejecido bien.
En el caso de Nutresa, el 100 % de los accionistas pudo vender sus títulos a un precio adecuado durante el proceso que otorgó el control del conglomerado de alimentos a los Gilinski y sus socios árabes.
Por su parte, los accionistas de Grupo Argos y Grupo Sura, tras la escisión que culminó este lunes, poseen de forma directa lo que antes tenían de manera indirecta: no solo cuentan con acciones de Sura y de Argos —sobre las que podrán decidir libremente—, sino que también conservan participaciones en compañías más enfocadas y con estructuras más sencillas de valorar.
En otras palabras, si la promesa de las administraciones del GEA al rechazar las primeras OPAs —decisiones muy criticadas en su momento— era velar por el mejor interés de todos sus accionistas, las medidas adoptadas posteriormente, que pusieron el futuro de las compañías en manos de sus propietarios en vez de perpetuar una estructura, demuestran que, en buena medida, cumplieron su palabra.
No todo, sin embargo, se puede aplaudir. Quienes vendieron en las primeras OPAs lo hicieron a precios que hoy parecen ridículamente bajos. Las reglas del mercado colombiano no protegieron a estos inversionistas minoritarios frente a los incrementos posteriores, como sí ocurre en mercados más maduros. Esa “laguna normativa” de las OPAs escalonadas y parciales es un vacío que la Superfinanciera y el Congreso deberían abordar con urgencia.
Desde estas páginas, celebramos la madurez con la que se cerró este ciclo. Pero también alzamos la voz para recordar que los valores del GEA no eran un artificio, sino una convicción: compromiso con el territorio, respeto al talento humano, visión de largo aliento, impacto social real. Si eso se mantiene —y ojalá se multiplique—, entonces no habrá que hablar del fin del GEA, sino, como en las series, del nacimiento de una nueva generación..