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Sangre en corraleja

Dos episodios sangrientos en las corralejas del norte del país obligan a rechazar el sufrimiento animal y las carnicerías en plaza pública. Las orgías de sangre no le aportan nada a la ciudadanía.

20 de enero de 2015
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Infográfico
Sangre en corraleja

Un toro muerto a patadas, a cuchilladas y a garrotazos y un caballo desmembrado en un acto de carnicería pública en las corralejas del norte del país nos devolvieron a los tiempos de aquellos coliseos donde la vida humana y animal estaban expuestas a la barbarie y a la exhibición rabiosa de las pulsiones tanáticas (de destrucción y muerte) de la muchedumbre.

Las imágenes difundidas por internet en menos de 15 días, de estas dos jaurías humanas en un paroxismo brutal, obligan a hacer una profunda reflexión sobre los aportes que este tipo de jolgorios le hacen a un país por demás cansado, saturado, de otras violencias. Esta sociedad no tiene ya en estos rituales una representación o ejercicio simbólicos de la guerra y de la lucha contra las adversidades, sino que más bien manifiesta sus frustraciones, odios y resentimientos.

Por supuesto, estos espectáculos de todas las estirpes y clases están emparentados con fiestas populares tradicionales que guardan y alimentan el choque del hombre con las bestias (toros, leones y perros, por ejemplo) en pruebas de fuerza y valor, que retratan momentos de la evolución humana, pero que hoy cada vez más se perciben tan innecesarios y salvajes.

Ver a una decena de aficionados en la arena despedazando un caballo herido de muerte por un toro, en una supuesta disputa por la repartija de su carne, no es solo bochornoso sino que hiere la sensibilidad de otras personas frente a animales tan nobles.

Resulta irónico e incomprensible que se condenen las carretillas de caballos que cargan materiales y mercancías, las carrozas turísticas, por los sobrepesos y los castigos con fustes y látigos, y que no se diga nada sobre los equinos llevados a las corralejas y plazas a soportar las embestidas y las cornadas de toros igualmente alterados con el dolor que les infligen banderillas, picas y golpes de garrotes.

Esta suma de actos violentos que provocan el sufrimiento animal y que estragan a los aficionados al punto de protagonizar escenas tan sangrientas como las que vimos las últimas dos semanas, no le sirven de nada a un país extraviado en la mar de sus conflictos y venganzas. No nos perdemos de nada si estas faenas encuentran el camino civilizado de su abolición o por lo menos de su reducción a espectáculos severamente controlados y minoritarios.

Eso de atribuir arte y coraje al sacrificio de animales -aunque estén genéticamente dispuestos al combate y altos umbrales de dolor- se devalúa ante la creciente conciencia de que las demás especies del planeta merecen nuestro respeto y protección. La reducción de los aficionados a este tipo de espectáculos habla del espontáneo crecimiento de jóvenes convencidos de que no hacen falta la arena y la sangre de los ruedos.

No se puede dejar de llamar la atención de las autoridades para que apliquen y extremen los controles y castigos posibles frente a estos desmanes bochornosos y denigrantes. Hoy, famoso 20 de enero en las corralejas del norte del país, esperamos la presencia activa de los organismos encargados de vigilar dichos espectáculos.

No hay ánimos para seguir viendo estas agresiones salvajes contra los animales y la vida. Contra los elementales principios que mandan no producir tal dolor y desprecio por los seres vivos. Que estas imágenes, censurables, sirvan para evitar nuevos actos tan primitivos y vergonzosos.

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