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¿Por qué es tan
inestable Perú?

El equilibrio entre economía sana y política disfuncional ha permitido al país seguir funcionando, pero cada nuevo escándalo, cada nuevo presidente, cada nueva ley cuestionable erosiona la confianza ciudadana.

16 de octubre de 2025
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  • ¿Por qué es tan inestable Perú?

Hay un dato que poco se menciona para explicar la crisis de gobernabilidad que azota desde hace años a Perú, y que cobra sentido traerlo a cuento con motivo de la caída de la presidenta Dina Boluarte, destituida por el Congreso de su país de manera unánime y fulminante.

La inestabilidad política está casi institucionalizada en Perú: en los últimos diez años, ha tenido ocho presidentes. Desde la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski en 2018 por corrupción, le siguieron Martín Vizcarra (destituido en 2020), Manuel Merino (duró cinco días), Francisco Sagasti (interino hasta 2021), Pedro Castillo (destituido y encarcelado en 2022 tras intentar disolver el Congreso), Dina Boluarte (expulsada en medio de escándalos la semana pasada) y ahora José Jerí.

El cargo presidencial se ha transformado en una silla eléctrica que nadie conserva por más de unos meses sin que estalle una nueva crisis. Y esto tiene un antecedente clave que vale la pena considerar para explicar la pandemia de destituciones. Tiene que ver con un mecanismo de revocatoria que se aprobó por ley, en 1994, durante el gobierno de Alberto Fujimori. Se interpretó como un intento del mandatario, tras su autogolpe, de mostrar apertura a la participación ciudadana mientras se aferraba al poder.

Pero ese gesto simbólico tuvo un efecto demoledor sobre la confianza de los peruanos en los gobiernos de turno: entre 1997 y 2013, se activaron más de 5.000 procesos de revocatoria contra autoridades de 747 municipios, lo que equivale a la mitad de los gobiernos locales. Ningún otro país en el mundo usó con tanta frecuencia este mecanismo de democracia directa.

Lo que en teoría debía servir como herramienta de control ciudadano se convirtió en un arma partidista: el mecanismo fue cooptado por opositores o exfuncionarios que tenían motivaciones electorales o revanchistas, y no necesariamente castigaban el desempeño del mandatario. La inestabilidad se volvió estructural: alcaldes que no terminaban sus mandatos, políticas públicas interrumpidas y una ciudadanía cada vez más habituada a tumbar gobernantes.

Ese patrón de fragilidad política ayuda a explicar el clima que hoy rodea la caída de Dina Boluarte: un país donde las urnas no garantizan estabilidad y donde el poder parece siempre en disputa.

Boluarte llegó al poder casi por accidente en diciembre de 2022, tras la caída de Pedro Castillo luego de un fallido intento de golpe de Estado. Sin embargo, su aprobación cayó a mínimos históricos —en las últimas encuestas apenas alcanzaba el 2%, en la práctica, cero— y los procesos judiciales se multiplicaron: desde el “Rolexgate” por presunto enriquecimiento ilícito, hasta intervenciones estéticas ocultas y lujos injustificados en una dirigente que se autoproclamaba cercana al pueblo (casos similares se han visto).

La destitución no sorprendió a casi nadie. En la práctica, Boluarte ya no gobernaba. La coalición que controla las mayorías en el Congreso —conocida como “las cuatro familias”, por los clanes políticos que la integran— convirtió la Presidencia en un cargo simbólico. El poder real se concentra hoy en un Congreso que legisla en favor de sus propios intereses.

Por eso, cuando la presión ciudadana se disparó por una ola de asesinatos y extorsiones, el Congreso, que la había sostenido, optó por sacrificar a su pieza más vulnerable para descomprimir la calle y proteger su propio poder hasta las próximas elecciones. Y de paso eligió como reemplazo a José Jerí, abogado conservador de 38 años y presidente del Legislativo, quien deberá completar el periodo presidencial hasta julio de 2026, con elecciones en abril del próximo año.

Lo paradójico es que, en medio de semejante caos político, la economía peruana ha mantenido una relativa estabilidad. Gracias a su banco central independiente, a una sólida posición fiscal y a un sector minero robusto, el país ha sorteado las turbulencias con tasas de crecimiento que, aunque modestas, han evitado la recesión. En el primer semestre de 2025, el PIB creció 3,4% impulsado por los altos precios del cobre. Las proyecciones para 2026 apuntan a una expansión de 2,6%. Los fundamentos macroeconómicos —bajo nivel de deuda, reservas internacionales sólidas y políticas fiscales ortodoxas— han protegido al país del colapso.

Pero esta “estabilidad” tiene límites. La inseguridad ciudadana se ha disparado: entre 2019 y 2024, los casos de extorsión se multiplicaron por seis y los homicidios se duplicaron. Solo en los primeros siete meses de 2025 se registraron casi 16.000 denuncias de extorsión. El crimen organizado ha penetrado barrios populares, mercados, empresas y hasta el propio Estado. La percepción pública es que el Estado ha perdido el control de la seguridad y las bandas criminales actúan con impunidad creciente.

En este escenario, la pregunta inevitable es si esta “inestable estabilidad” puede sostenerse. El equilibrio entre economía sana y política disfuncional ha permitido al país seguir funcionando, pero cada nuevo escándalo, cada nuevo presidente, cada nueva ley cuestionable erosiona la confianza ciudadana. Con las elecciones de 2026 a la vuelta de la esquina, cerca de 40 partidos han registrado candidatos, muchos con discursos de mano dura, inspiración bukelista o agendas antisistema. En un país donde la fragmentación política impide acuerdos y la inseguridad acecha todos los días, la tentación de un líder autoritario no es descabellada.

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