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Lo sensato sería que el incremento del salario mínimo se calcule con base en la inflación del año y la productividad. Pero en esta administración, la política intenta imponerse sobre criterios técnicos.
Al presidente Gustavo Petro no le va a gustar para nada lo que dijo ayer el gerente del Banco de la República, Leonardo Villar, en el foro “¿Qué le espera a Colombia en 2026?”, organizado por EL COLOMBIANO y Valora Analitik. Villar se mostró preocupado por la inflación y el aumento del salario mínimo, y advirtió que si la tendencia inflacionaria continúa, no solo será inviable seguir reduciendo las tasas de interés, sino que incluso podría surgir la necesidad “indeseable” de volver a subirlas.
Justamente lo que el presidente Petro no quiere, y por lo cual ha arremetido contra el Banco de la República. El problema es que los recientes datos del Dane encendieron las alertas: por cuarto mes consecutivo los precios siguen en ascenso, y en octubre la inflación anual llegó a 5,51%, una cifra que ni los analistas ni el propio Banco esperaban. Con ello, Colombia registra hoy la inflación más alta de América Latina, excluyendo a Venezuela y Argentina.
Villar señaló que ya hay varios codirectores partidarios de endurecer su política monetaria. Las tasas de intervención se ubican actualmente en 9,25 % y han permanecido estables en los últimos meses, a pesar de las fuertes presiones y críticas del presidente, quien insiste en que el Banco baje las tasas e incluso alega que cuando el Gobierno nombre al cuarto miembro de la Junta Directiva lo podría hacer.
Sin embargo, no va a ser fácil que eso pase, cuando el mismo Petro ha contribuido a que el costo de vida se aleje de la meta del 3% fijada por la autoridad monetaria. El Banco ha identificado con claridad el punto de inflexión: “Se corrieron las expectativas y las cosas se empezaron a enredar”, dijo Villar, aludiendo a noviembre de 2024, cuando comenzaron las negociaciones del salario mínimo. El Gobierno se impuso entonces y decretó un incremento del 11%: de $1.462.000 a $1.623.000, incluyendo subsidio de transporte.
Todo indica que en 2026 podría repetirse la historia, en esta coyuntura electoral, el Gobierno intentaría desconocer la mesa de concertación y fijaría por decreto otra vez un aumento del 11%, que llevaría el mínimo a $1.800.000 –tal y como lo “anticipó” Armando Benedetti–. Según el Emisor, esto complicaría aún más el objetivo de reducir la inflación. Aunque para quienes ganan el mínimo esta noticia es música para sus oídos, también es posible que se traduzca en pérdida de empleo si las empresas no logran sostener la nómina, un riesgo grave en un país con una informalidad laboral cercana al 60 %.
Por no hablar de la nómina del Estado, que ha crecido de manera inquietante en los últimos años con las significativas alzas del salario mínimo. Esto obliga al Estado a buscar más recursos, muchas veces mediante impuestos que terminan afectando también a los trabajadores de menores ingresos.
La inflación es el impuesto más regresivo: golpea con más fuerza a los más pobres. Por ello, lo sensato sería que el incremento del salario mínimo se calcule, como tradicionalmente se ha hecho, con base en la inflación del año en curso y el crecimiento de la productividad. Pero en esta administración, la política intenta imponerse sobre los criterios técnicos.
Pero los efectos de un aumento excesivo en el salario mínimo son más graves. Hay que recordar que muchos precios de bienes y servicios están atados al mínimo. Ese es el caso de las viviendas de interés social y las viviendas de interés prioritario, que adquieren familias de bajos ingresos. En solo dos años, el precio de una casa que costaba $150 millones puede llegar a $190 millones. También se encarecen las cuotas de administración en conjuntos residenciales, afectando a miles de hogares.
Un informe de ANIF llamó la atención sobre los altos costos fiscales que implican estos incrementos. Dado que una gran parte de las pensiones que paga Colpensiones equivalen al salario mínimo, por cada punto porcentual adicional de aumento, el Estado debe desembolsar $240.000 millones más. Si el alza fuera del 10 %, el impacto fiscal sería de $1,12 billones.
Se trata de un efecto preocupante en un momento en que las finanzas públicas atraviesan un periodo de estrés, con un déficit fiscal que podría alcanzar el 8 % del PIB, superando incluso los niveles registrados durante la pandemia, debido al elevado gasto del Gobierno y su creciente endeudamiento. Villar subrayó que esta situación fiscal es otro factor que impide una reducción más rápida de las tasas de interés, sumado al incremento en la demanda. Citó el caso de Brasil, donde, con una inflación de 5,2%, inferior a la colombiana, el banco central mantiene tasas de interés del 15 %.
En este contexto, el Banco de la República actuará con pies de plomo. De poco servirán las amenazas del Ejecutivo o los eventuales acuerdos entre el ministro de Hacienda y los dos codirectores favorables al Gobierno. En este caso, la técnica debe imponerse sobre la política.