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En estas páginas no nos cansaremos de repetir lo que hemos dicho una y otra vez: estamos con la paz y por la paz, y en esa medida celebramos todo intento sincero y bien intencionado de lograrla, así como celebramos también cualquier avance parcial que se haga en pos de ese objetivo supremo.
Por eso aplaudimos el cese al fuego anunciado ayer en Cuba entre el gobierno de Gustavo Petro y el ELN. No nos vamos a poner en el papel de Casandras, a predecir que todo va a estar mal y que todo va a salir mal, por más que tengamos dudas, que serán expresadas con ánimo constructivo.
Esas dudas no son gratuitas, sino que nacen de la experiencia: de la experiencia de un país que ha buscado ya muchas veces la paz con el ELN, y se ha dado contra la pared, porque siempre encontramos en el camino obstáculos muy significativos, la mayoría de ellos surgidos de la naturaleza y enfoque propios de esta organización.
A diferencia de las Farc, que surgieron de un largo proceso que hunde sus raíces en la violencia de la década de los cuarenta, el ELN nació del radicalismo juvenil de los años sesenta. Radicalismo que terminó mezclado con elementos religiosos que lo acentuaron: esta fue la guerrilla de algunos sacerdotes que, profesando la teología de la liberación, llegaron incluso a pensar que era aceptable matar. El más famoso de ellos, Camilo Torres Restrepo, dejó una compleja huella en la historia de nuestro país. Vinieron luego décadas de terrorismo, asesinatos, secuestros y el atroz crimen ambiental y humano de la voladura de oleoductos y poliductos (84 personas asesinadas en Machuca).
Numerosos intentos se han hecho de negociar con el ELN, y siempre se llega a puntos muertos. El ELN, por ejemplo, se ha negado y se niega hoy a que la desmovilización tenga necesariamente que ser el objetivo del proceso. Y ha considerado, y considera hoy, que la negociación no se hace con el gobierno sino con “la sociedad”. La imposibilidad de concretar esto último en un mecanismo, que no consista en la instrumentalización de comunidades que viven bajo la intimidación armada, para que ellas exijan las reformas propias de la agenda ideológica del ELN, ha hecho imposible ir más allá. Aún no es claro cómo ahora, en este nuevo proceso, se resolvería dicha cuestión.
Una cosa nos preocupa: un cese al fuego entre el gobierno y el ELN puede no terminar produciendo el objetivo tan anhelado de aliviar la violencia que se vive en los campos del país, pues esta violencia no está hoy en su mayor parte producida por enfrentamientos entre el ELN y las fuerzas del Estado, sino entre el ELN y otros grupos irregulares como la disidencias de las Farc.
Y preocupa también el hecho de que el ELN no se comprometa a cesar el secuestro y la extorsión. Las declaraciones de Pablo Beltrán, uno de sus jefes, en el sentido de que eso se conversó pero se decidió que se dejaría para después, dan la sensación de que la ciudadanía queda desprotegida ante estas acciones. Aun cuando no hay de parte del gobierno una admisión explícita, una licencia para el secuestro y la extorsión, en la práctica esto puede ser lo que termine sucediendo, ya que las fuerzas del Estado se verían maniatadas para responder.
No podemos evitar la sensación de que este acuerdo, en alto grado generoso con el ELN, es en parte producto de la necesidad acentuada del gobierno Petro de dar alguna buena noticia, tras la sucesión de escándalos y problemas en los que se ha visto recientemente envuelto. Estos escándalos y este afán se convierten en una debilidad suya, que es astutamente aprovechada por la contraparte para extraer concesiones.
Como puede también suceder con el plazo de dos años fijado por el Presidente, algo de por sí singular en la historia de estos procesos, hasta ahora a nadie se le había ocurrido que se puede pronosticar una fecha para pactar la paz. Petro lo ha hecho y fácilmente este puede convertirse en un instrumento para que la guerrilla, en la negociación que viene, explote el afán del gobierno de cumplir con el plazo y exija más y más concesiones.