Al 24 de enero de 2019, Medellín presentó un aumento porcentual del 18,4 % en sus índices de homicidios, en relación con 2018. De 38 casos pasó a 45; es decir, 7 muertes más. Las cifras se estabilizaron en relación con los primeros 11 días del año cuando el alza era del 200 %, un indicador bastante preocupante. ¿Pero, por qué pesan tanto estas cifras en la vida de la ciudad? Es sencillo: porque viene quitándose de encima, año tras año, ese estigma de 1991-92, cuando se convirtió en la ciudad más violenta del hemisferio occidental.
Diferentes estudios estiman, con base en cifras oficiales y no oficiales, que en 1991 Medellín registró 6.658 homicidios. Terrible: más de 18 asesinatos por día. Las estadísticas reportan más de 45 mil homicidios en el período 1990-1999. Por eso, estar hoy tan lejos de esos números y de esos imaginarios aterradores es importantísimo, por lo que significa como activo del mejoramiento de la seguridad y de la posibilidad de la convivencia.
Ha sido determinante para la inversión social, pero igual ha sido clave de manera inversa: la disminución de la violencia abrió las puertas a programas estatales y a iniciativas privadas de inversión. Es el círculo virtuoso en el que la seguridad estabiliza y envuelve los esfuerzos de transformación social y en el que a mayor humanización (protección y auspicio) de la vida urbana le suceden fenómenos de transformación, de cambio y de cultura ciudadana. En cualquier orden, una circunstancia depende y beneficia la otra.
Por eso, Medellín no puede reversar en indicadores que son esenciales para medir los avances gubernamentales, y en general los logros del conjunto de sus fuerzas sociales: entidades oficiales, no gubernamentales y sector privado. El homicidio, que no debe convertirse en un “indicador esclavizante” de superación y éxito, no puede tampoco ser visto en la periferia de las métricas de seguridad. Como quiera y pueda verse, a menos homicidios, más protección de la vida y un mayor recorrido en materia de solución de los conflictos ciudadanos y urbanos. No hay discusión.
El homicidio, en tasas decrecientes, refleja el avance de las políticas de convivencia, de lucha contra el crimen y la ilegalidad, de desvanecimiento de las concepciones comunitarias en las que la eliminación del otro significa el triunfo de ideas y lógicas de construcción de regímenes, de reinados paralelos a los del Estado y las instituciones. El homicidio es dañino no solo por la aniquilación misma de ciudadanos sino por lo que representa como aceptación real y simbólica de estructuras y sujetos que riñen con un sistema jurídico actuante y eficaz.
Así que si Medellín empieza a tener indicadores desfavorables en ese terreno —sostenidos en los dos últimos años y en los comparativos mensuales— es inevitable reclamar que se frenen, contengan y atiendan los factores objetivos que están provocando estadísticas negativas: la guerra y “la purga” entre bandas criminales, la reaparición de fenómenos de violencia asociados a un narcotráfico reorganizado, la reactivación del terrorismo y el sofoco del Eln y las disidencias guerrilleras, asociados con las mafias.
Medellín tiene condiciones sui géneris que causan altibajos a su modelo y gestión de seguridad. El homicidio es signo de la incidencia de factores complejos e innegables. Por eso, si los síntomas alertan, debe haber un tratamiento indicado y diligente.