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Mientras el país se sigue sacudiendo por las ondas expansivas del ‘Calarcagate’, de manera silenciosa se está produciendo un proceso de trascendencia estratégica para Colombia: la conformación de las listas al Congreso.
A menos de quince días del cierre de inscripciones (8 de diciembre), y con plazo de modificaciones hasta el 15, se están dando en estos días las últimas puntadas de quienes asumirán la representación política de los colombianos en los próximos años.
Estamos a 103 días de las elecciones legislativas –8 de marzo–, pero en la práctica, el tiempo apremia: las fiestas de diciembre y las vacaciones de enero diluyen el debate público, lo cual deja poco espacio a los ciudadanos para informarse, hacer análisis crítico y deliberar antes de elegir. De ahí la urgencia de comenzar a elevar el tono de la conversación pública y promover una reflexión colectiva sobre el tipo de Congreso que queremos construir.
El hecho de que algunos partidos políticos se hayan convertido en franquicias electorales o fábricas de avales, asociaciones de caciques que buscan cambiar su voto por “mermelada”, no quiere decir que los ciudadanos nos tengamos que resignar.
Hoy más que nunca tenemos la obligación de participar de manera más activa en la política electoral. No se trata solo de votar, sino de exigir mejores prácticas a los partidos, evaluar el contenido programático de las listas y cuestionar cualquier tipo de arreglo clientelistas.
Durante el gobierno de Gustavo Petro hemos visto cómo se han acabado de romper los diques: la mayoría de las bancadas de los partidos en la Cámara hacen parte de la coalición de gobierno, llegando al absurdo de expresiones como “conservadores petristas”. ¿Qué pensarían fundadores del Partido Conservador, como Mariano Ospina Rodríguez, o del Liberalismo, como Rafael Uribe Uribe, si vieran a sus herederos convertidos en vehículos de oportunismo político indistinguibles entre sí?
Es cierto que nuestro actual sistema electoral poco contribuye a resolver estas disfunciones. El voto preferente —lo que conocemos como listas abiertas— ha terminado por fomentar la competencia entre individuos más que entre ideas o proyectos colectivos. En vez de partidos sólidos, lo que predomina es un mosaico atomizado de microempresas electorales que responden a lógicas personalistas, muchas de ellas sostenidas por prácticas clientelistas y, en ocasiones, por recursos de dudosa procedencia.
En lugar de partidos cohesionados, con posturas claras y diferenciables, que son los más pocos, lo que predomina es un archipiélago de intereses particulares que buscan una curul como fin en sí mismo. Incluso partidos como la Alianza Verde, que alguna vez proyectaron una identidad programática reconocible, han terminado sucumbiendo bajo el gobierno Petro a los mismos vicios de cooptación burocrática.
Paradójicamente, el marco legal vigente fue producto de una reforma política ambiciosa —la de 2003— que intentó poner fin al caos de representación que dominó en los años noventa. Basta recordar cómo en 1998, se presentaron más de 300 listas distintas al Senado. El nuevo marco estableció un umbral mínimo del 3% y la lista única por partido, una medida que, aunque mantuvo la posibilidad del voto preferente, apuntaba a que los partidos maduraran hacia formas más orgánicas de representación. La coexistencia de listas abiertas y cerradas debía ser una etapa de transición.
La persistencia de las listas abiertas ha impedido que los partidos maduren como auténticos vehículos de representación ciudadana. Múltiples proyectos de ley han intentado instaurar las listas cerradas como norma general, sin éxito hasta ahora. Ante esa imposibilidad normativa, una salida viable y necesaria es que los propios partidos, por decisión interna, escojan cerrar sus listas. Sería un paso inicial, pero significativo, hacia una política menos fragmentada, más programática y centrada en proyectos colectivos.
Es cierto que las listas cerradas no están exentas de riesgos. La crítica más común es el “bolígrafo”: la posibilidad de que un dirigente partidista defina, a su antojo, quién entra y en qué posición. También se señala el peligro de excluir voces diversas si no hay procesos internos democráticos. Estas objeciones son válidas, pero no insalvables. La clave está en acompañar las listas cerradas con mecanismos de democracia interna, deliberación transparente y apertura a liderazgos emergentes.
Los ejemplos recientes muestran que, cuando se construyen con coherencia programática, las listas cerradas pueden dar frutos. El caso del Centro Democrático en 2014 es paradigmático: al presentar una lista cerrada, logró su mejor desempeño electoral y consolidó una bancada ideológicamente alineada. El Pacto Histórico, en 2022, también optó por esta fórmula, aunque su experiencia dejó lecciones mixtas: si bien fortaleció su presencia legislativa, también reprodujo prácticas clientelistas y dio espacio a figuras alejadas del ideario progresista.
Por eso resulta alentador que el Centro Democrático haya anunciado que volverá a cerrar su lista al Senado en 2026. Ojalá esta práctica se extienda también a algunas de sus listas a la Cámara.
De igual manera, sería deseable que pronto otros partidos que aspiran a tener un papel estructural en el sistema político —como el Nuevo Liberalismo—, e incluso colectividades tradicionales como el Liberal, el Conservador o el Verde repiensen sus mecanismos de democracia interna para, eventualmente, cerrar sus listas de manera deliberativa y democrática.
Solo así podremos fortalecer a los partidos como instituciones mediadoras entre la ciudadanía y el Estado, y elevar el nivel del debate legislativo hacia una discusión de ideas y no de “mermelada”.