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Colombia es, junto con México, uno de los pocos países en América Latina que aún comercia más con EE.UU. que con China. No suele mencionarse lo poco que China, en realidad, demanda los productos colombianos.
Durante décadas, la política exterior colombiana ha seguido la doctrina de Réspice polum, una expresión acuñada por Marco Fidel Suárez a principios del siglo XX para explicar la necesidad de “mirar a la estrella del norte”, en referencia a la importancia de recomponer las relaciones con Estados Unidos tras la separación de Panamá. Esta doctrina ha prevalecido, con contadas excepciones, hasta bien entrado el siglo XXI, consolidando a Colombia como uno de los aliados más confiables de Washington en América Latina.
Sin embargo, con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, el orden mundial al que Colombia estaba acostumbrado parece estar transformándose a una velocidad sin precedentes. Como hemos reseñado en estas páginas, la nueva administración estadounidense ya no se concibe como garante del orden global, sino como un actor transaccional enfocado en maximizar beneficios inmediatos. Al fin y al cabo al frente de su gobierno está ahora un negociante reconocido por haber hecho fortuna especulando. Esto ha convertido a Estados Unidos en un socio menos predecible y confiable para países que, como Colombia, habían contado con su respaldo en los frentes militar, político y económico.
Y este nuevo escenario se da justo en momentos en que un reciente actor entra en escena en el vecindario y ha aprovechado el vacío para expandir su influencia en América Latina: la República Popular China.
En el año 2000, Estados Unidos era el principal socio comercial de prácticamente todos los países de la región. Apenas dos décadas después, China lo ha desplazado en la mayoría de los mercados latinoamericanos. Brasil, Perú, Chile, Argentina e incluso Panamá han encontrado en Beijing, y no en Washington, a su principal socio comercial. China es hoy el mayor comprador de hierro y soya brasileños, de litio argentino, de cobre chileno y de petróleo venezolano.
Así, ante un Estados Unidos que, bajo su doctrina de America First y agresivas políticas proteccionistas —como los aranceles que dificultarían la competitividad de las exportaciones colombianas—, podría convertirse en un socio comercial poco confiable, y una China decidida a ampliar su influencia en la región, muchos plantean con optimismo una solución aparentemente sencilla: reemplazar la dependencia de Colombia de Estados Unidos con un mayor acercamiento a Beijing. La lógica es tentadora: si el café, las flores y otros productos tradicionales ya no encuentran las mismas facilidades en el mercado estadounidense, bastaría con redirigirlos a los puertos chinos del Pacífico y, voilà, problema resuelto.
Sin embargo, los números revelan que esta ecuación es más un cuento chino que una estrategia viable.
Colombia es, junto con México, uno de los pocos países en América Latina que aún comercia más con Estados Unidos que con China, un dato ampliamente conocido. Sin embargo, lo que no suele mencionarse con la misma frecuencia es lo poco que, en realidad, China demanda de los productos colombianos.
Según datos del Observatorio de Complejidad Económica, China fue apenas el cuarto destino de las exportaciones colombianas en 2023, muy por detrás de Estados Unidos—al que enviamos más de una cuarta parte del total de nuestras exportaciones—, e incluso por debajo de Panamá e India. Apenas el 4,6% del valor exportado por empresas colombianas tuvo como destino puertos chinos. Lejos de competir con Estados Unidos por el primer lugar, China se encuentra en una liga más comparable a la de Brasil, España o Países Bajos en términos de demanda por productos colombianos.
Además, cuando se analiza lo que realmente exportamos a China, el panorama es aún más revelador: el 80 % de los envíos se concentra en petróleo, carbón y otros productos mineros. En contraste, la relación con Estados Unidos es mucho más diversificada: Colombia ha logrado consolidar mercados de productos con mayor valor agregado, como el de las flores, que representa el 11 % de nuestras exportaciones al país gobernado por Donald Trump.
El caso colombiano contrasta con el de otros países latinoamericanos. En Perú, por ejemplo, el 33% de las exportaciones tienen como destino China, triplicando la participación de Estados Unidos en su balanza comercial. Algo similar ocurre con Brasil, donde China es, con amplia diferencia, el mayor socio comercial, comprando enormes volúmenes de soya, maíz, azúcar y carne bovina, en relaciones que han requerido años de integración y un profundo vínculo con las empresas y autoridades chinas.
Un dato que evidencia aún más el escaso interés de China en la oferta exportadora de Colombia es que Ecuador, una economía de menos de un tercio del tamaño de la colombiana, exportó en 2023 un valor de mercancías hacia China similar al de Colombia.
Por eso, aunque ante un Estados Unidos bajo el mando de Trump la idea de redirigir nuestras exportaciones a China pueda parecer una solución lógica, la realidad es que Colombia está muy lejos de haber construido una relación comercial con Beijing comparable a la que tiene con Washington: una muestra más de la fragilidad de Colombia en este nuevo “orden mundial” y de lo delicado que sería para la economía del país un escenario como el que casi nos lleva a enfrentar Petro en su rifirrafe tuitero con Trump a las 3 a.m. a finales de enero.
Reemplazar a Estados Unidos como aliado de la noche a la mañana no es una opción viable. No obstante, esto no quiere decir que Colombia no tenga que aprovechar esta coyuntura para comenzar a construir relaciones más estrechas con otras naciones. El mundo ya no es ancho y ajeno.