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Colombia debe preguntarse ¿qué clase de país somos, si quienes reivindican la tragedia del Palacio, en vez de rendir cuentas, dictan cátedra desde la Casa de Nariño?.
Un día como hoy, hace exactamente cuarenta años, al corazón de Colombia lo atacaron y lo rompieron en pedazos. ¿Qué puede haber más simbólico y más sagrado para un Estado de Derecho que sus altas cortes, sus magistrados y su Palacio de Justicia?
El asalto, orquestado por el grupo guerrillero M-19 y liquidado con una retoma brutal por parte de los militares, dejó 115 muertos, entre ellos casi la mitad de los magistrados de la Corte Suprema, y el Palacio quedó en cenizas. Fue un crimen contra la humanidad. Y ha quedado como un dolor encajado en el alma de la nación que ni el tiempo ni el intento de algunos por borrarlo de la memoria han logrado aliviar.
Ese dolor se ha exacerbado estos días, no solo por la fecha, sino porque el presidente Gustavo Petro, desde la más alta dignidad del Estado por momentos parece reivindicar el asalto.
Colombia no puede permitirse el lujo de romantizar un acto de terror. No hay ninguna revolución que justifique el asesinato de jueces arrodillados en medio de sus códigos, ni causa que excuse la entrada armada al templo de la justicia. Y menos si fue financiada —como hoy sabemos— por el cartel de Medellín.
La Comisión de la Verdad, los testimonios en expedientes y los sobrevivientes han coincidido: la toma no fue un gesto audaz, fue una masacre. El enemigo no era un régimen autoritario, ni mucho menos, al frente del gobierno estaba Belisario Betancur a quien la historia recordará por sus poemas, su humanismo y sus palomas de paz.
Si Colombia fuera un país realmente riguroso con su memoria, con la verdad y con sus principios democráticos, Gustavo Petro, exmiembro del M-19, a manera de sanción social, no debió haber sido elegido presidente de la República. ¿Acaso el país habría permitido que el general Jesús Armando Arias Cabrales —condenado por la retoma militar— hubiera alcanzado el mismo cargo? Es verdad que Petro no empuñó un fusil aquel 6 de noviembre, pero militaba en la organización que ejecutó el asalto. Y desde entonces no ha expresado un arrepentimiento claro, ni ha cuestionado la toma.
Por el contrario, ha exaltado al guerrillero que diseñó la toma, Luis Otero, como un “genio”, y no pierde oportunidad de hacer cuentos de hadas sobre el M-19. Esa narrativa, ajena al dolor y a los hechos, no es solo una falta de respeto hacia las víctimas, sino una peligrosa forma de validación del crimen.
En una democracia madura, semejantes afirmaciones serían inadmisibles para quien ocupa el cargo de jefe de Estado y de Gobierno. ¿Cómo puede representar la majestad de la justicia quien justifica —o al menos minimiza— una masacre contra sus máximos exponentes?
Como bien dijo el presidente de la Corte Suprema, Jorge Enrique Ibáñez: “La toma del Palacio de Justicia no fue una acción genial, sino una acción demencial. Un acto terrorista, según lo calificaron varias sentencias del Consejo de Estado”.
En medio de su soberbia, Gustavo Petro ha incluso ofendido a la familia de uno de los mártires de ese holocausto: la del magistrado Manuel Gaona Cruz. El jurista tres días antes había sido ponente del fallo que ratificó el tratado de extradición que tanto le molestaba a Pablo Escobar, había recibido desde dos meses antes cartas de amenaza del capo y terminó fusilado por un guerrillero, como confirmaron los magistrados sobrevivientes, los exámenes forenses y hasta el propio informe de la Comisión de la Verdad.
Decir hoy que “ningún magistrado murió a manos del M-19”, como señala Petro, no es solo faltar a la verdad, es un intento deliberado de borrar las huellas del crimen.
La paz es una necesidad, sí. Pero no puede significar impunidad ni olvido. Mientras miembros de la fuerza pública han pagado décadas de cárcel por los excesos de la retoma, los miembros del grupo responsable de la toma —que entró armado, financiado por el narcotráfico y con la intención de asesinar— fueron indultados, condecorados y ahora ocupan los más altos cargos del poder. Nunca dijeron toda la verdad, nunca pidieron perdón.
Hacer este reclamo no es un ataque a la paz ni a la democracia. Es, precisamente, su defensa. La paz no puede construirse sobre el olvido, ni la democracia sobre la mentira. Mientras se sigan romantizando los actos del M-19 como gestos de “resistencia” o “genialidad”, Colombia seguirá atrapada en esa otra patria boba que es la de los violentos.
A los muertos del Palacio los mató también una idea perversa y fracasada de justicia revolucionaria. A 40 años de aquella tragedia, no se puede seguir confundiendo reconciliación con impunidad, ni idealismo con soberbia armada.
Colombia debe preguntarse ¿qué clase de país somos, si quienes reivindican la tragedia del Palacio, en vez de rendir cuentas, dictan cátedra desde la Casa de Nariño?