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La estrategia de Trump contra Maduro

Trump no mide sus intenciones por sus consecuencias, sino por su utilidad política. Y si derrocar a Maduro se convierte en uno de sus objetivos de campaña no habrá cálculo diplomático que lo detenga.

01 de abril de 2025
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  • La estrategia de Trump contra Maduro

El presidente Donald Trump sorprendió al mundo —otra vez, la semana pasada— con un nuevo anuncio de su guerra comercial: el mandatario anunció que impondrá un arancel del 25% a todos los países que importen petróleo de Venezuela.

Con esta medida, la Casa Blanca reafirma su intención de estrangular las finanzas del régimen de Nicolás Maduro, imponiendo sanciones no solo sobre Venezuela, sino también sobre quienes le brinden oxígeno económico: para países como, por ejemplo, India, uno de los principales compradores del crudo venezolano, hacer negocios con el Palacio de Miraflores seguramente se convertirá en un costo que no estarán dispuestos a asumir, haciendo que esta decisión tenga posibles impactos severos para el país vecino.

Este anuncio se suma a otras medidas que demuestran que Trump con Venezuela no se va a limitar a la retórica. Como ya vimos, por un lado revocó la licencia que permitía a Chevron operar en su país, y por el otro lado Trump acusó a Caracas de “enviar a propósito decenas de miles de criminales de alto nivel” a Estados Unidos —en referencia a miembros del Tren de Aragua, declarado grupo terrorista por su gobierno en enero—. Esas andanadas han sido tan solo durante el par de meses transcurridos después de haber asumido el poder y son señales claras de que su postura frente a la dictadura venezolana no es ambigua.

La pregunta inevitable es: ¿será que esta vez su presión sí será efectiva? Porque todos los intentos internacionales recientes por forzar una transición democrática en Venezuela han terminado en un rotundo fracaso. El reconocimiento a Juan Guaidó y el célebre “cerco diplomático” estuvieron muy lejos de funcionar como estrategia para destronar al chavismo. Y el año pasado, pese al optimismo inicial frente a las elecciones y al surgimiento de María Corina Machado como la voz unificadora de la oposición venezolana, ni las pruebas evidentes del mayor fraude electoral que ha visto la región en décadas, ni los pronunciamientos de organismos multilaterales, ni el rechazo vehemente y desconocimiento a Maduro por parte de muchos de los principales países de la región —lista en la que, triste y lamentablemente, no figura Colombia— lograron cumplir el propósito de desalojar al dictador.

Hoy, en 2025, Maduro es más autoritario y parece estar más afianzado en su lugar que nunca. La democracia, en cambio, está más desdibujada: para muchos venezolanos, ya es apenas un recuerdo lejano. Un deterioro que alimenta la sensación de que Venezuela avanza velozmente hacia la condición de Estado paria: una nación aislada diplomática y económicamente del resto del mundo, dominada por un régimen de tintes mafiosos y sostenida por una élite militar donde reina la complicidad con la dictadura y la obediencia ciega hacia Maduro.

Sin embargo, la reactivación del enfoque punitivo frente a Caracas se perfila como una posible reversión de esta tendencia. Las medidas de Trump no son simbólicas: mientras Biden en su momento apostó por la negociación y las concesiones, Trump ha proyectado una imagen de fuerza. Ha deportado, en cuestión de días, a más de 200 presuntos miembros del Tren de Aragua, ha suspendido las licencias petroleras concedidas por Biden y ahora amenaza con bloquear de facto todo el petróleo venezolano en el mundo.

¿Será esta la visión que termine por imponerse en la relación con Venezuela? Como lo describió el analista Moisés Naím, dentro del propio gobierno de Trump conviven tres corrientes frente a Caracas: la línea dura, liderada por el secretario de Estado Marco Rubio, quien no ve a Maduro como un jefe de Estado, sino como el cabecilla de una organización criminal; el enfoque pragmático, representado por Richard Grenell —enviado presidencial para misiones especiales—, que no descarta el diálogo táctico con el régimen; y una tercera, más marginal, de tono beligerante, que contempla incluso intervención militar.

Pero el riesgo es que el golpe de fuerza no tenga el efecto esperado. Que las sanciones empujen aún más a Caracas hacia la órbita de Moscú y Pekín, por ejemplo, aunque todo resulta hoy incierto teniendo en cuenta que la relación de Trump con estos dos países también es ahora diferente. O que el colapso económico se traduzca en una nueva oleada migratoria hacia el norte y que Maduro, lejos de debilitarse, encuentre en la narrativa antiimperialista una herramienta de cohesión interna.

Aun así, en el Palacio de Miraflores no deberían dormir tranquilos. Trump no mide sus intenciones por sus consecuencias, sino por su utilidad política. Y si derrocar a Maduro se convierte en uno de sus objetivos de campaña —como parece estar ocurriendo— no habrá cálculo diplomático que lo detenga..

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