La censura sobre las creaciones artísticas ha existido desde siempre, pero el espectáculo al que estamos asistiendo, originado en Estados Unidos, es francamente desconsolador. La exhaustiva purga de libros con la que se busca contar el mundo no como es sino como hubiéramos querido que fuera tiene una nueva víctima en el famoso escritor de cuentos infantiles Roald Dahl, cuyas historias, leídas por más de 300 millones de personas alrededor del mundo, han tenido que someterse al oprobio de la corrección política en una de sus más temidas facetas: el intervencionismo moral. Pero no está solo, muchos otros autores han tenido que pasar por el suplicio de la distorsión para que lo que han escrito se adapte a las sensibilidades del momento.
En esta pujante cultura de la cancelación en la que vivimos, la censura a las obras de Roald Dahl se suma a la de Charles Dickens, los hermanos Grimm, Agatha Christie o Mark Twain. Y en un último giro de tuerca, parece que también le ha llegado el turno a Ian Fleming, autor de James Bond. Obras como Charly y la fábrica de chocolates, Matilda o Las brujas han sido revisadas para que desaparezcan los gordos, para que haya más mujeres y más personajes de raza negra o para que no haya solo brujas sino también brujos. Todo lo anterior con la interesada aprobación de los herederos de estos escritores que usufructúan sus derechos de autor. Puro vandalismo lingüístico. Como si quisieran hacer desaparecer el contexto en el que se desarrollan las historias para generar un falso espacio seguro en el que nada ofende. Todo lo contrario a esa característica fundamental del arte que es la de confrontar.
Lo mismo pasa con los libros de historia que, bajo una mirada retorcida desde el presente, algunos pretenden reescribir para modificar el pasado. Terminan por imponer un relato moral lleno de anacronismos que nadie se atreve a refutar para no caer en la hoguera de la sanción social y acaban, como decía Arturo Pérez Reverte en una columna reciente “sin conocer el pasado, sin comprender el presente y sin explicar el futuro”. Es la infantilización suprema del lector, la renuncia a ser adultos.
En sociedades dirigidas por dictaduras se vuelve “normal” el ejercicio de la censura. Pero que en una sociedad como la estadounidense, que se precia de sus valores democráticos, se permita que aparezcan nuevas formas de censura que obedecen no a instancias políticas sino al miedo que tiene la gente de ser cancelada, es perturbador. En esta hiperpolarización cualquier cosa que se diga y que no atienda a los criterios de diversidad actuales puede ser destrozada en las redes sociales bajo esa nueva forma de inquisición llamada woke. Como si viniéramos de un oscurantismo salvaje y pasáramos a otro más benigno, pero igual de inquietante y manipulador.
A este paso, cada vez será más difícil leer una novela, ver una película o escuchar una canción según la mirada original y única de su autor porque si le van a aplicar criterios morales a todo, muchas cosas tendrían que ser censuradas. En el segmento específico de los niños, los padres sobreprotectores, esos que en el mundo anglosajón se conocen como helicopter parents (padres o madres helicóptero), despliegan sus hélices para sobrevolar las lecturas infantiles localizando y erradicando cualquier elemento que a su juicio pueda corromperlos. Algo tan dañino que no solo entorpece su crecimiento individual, sino que empobrece la cultura y el debate. Valeria Ciompi, prestigiosa directora editorial, difiere totalmente de ese criterio asfixiante y asegura que “los cuentos siempre han servido para preparar a los hijos para la frustración”.
La historia de Roald Dahl dio un giro en los últimos días. Ha sido tal la presión en contra de la decisión de manipular sus cuentos, que la editorial que ha publicado desde hace 40 años sus libros ha decidido sacar dos versiones: una que respeta los textos originales y a la que se añadirá material de archivo relevante de acuerdo con cada historia; y otra con los cambios que la corrección política de esta generación de cristal que estamos levantando exige (o mejor, que sus padres exigen). Dejan así en manos de los lectores la posibilidad de elegir la versión que prefieran. Una decisión salomónica, y una reacción de mercadeo muy ágil, que por ahora puede funcionar, pero que no debe hacer olvidar que el progreso no es sustituir la verdad y la libertad por el dogma. .