Aunque Barack Obama sabe que el acuerdo para reducir la capacidad nuclear de Irán es limitado, su respuesta más sencilla a los críticos se basa en plantear que “nadie ha propuesto nada mejor” y que una opción diferente a rechazar lo pactado sería un camino militar de consecuencias impredecibles e inconvenientes, no solo para Estados Unidos y sus aliados sino para la seguridad global.
Los analistas internacionales observan que con las negociaciones de Viena se logró por fin que Irán desistiera de adquirir y enriquecer uranio a los porcentajes y cantidades requeridos para fabricar armamento nuclear, pero además se unificó el respaldo de potencias como Rusia, China y la Unión Europea.
Para Obama este tal vez pueda convertirse en uno de los resultados históricos de su gestión diplomática, al tiempo que planta una de las principales banderas de la campaña demócrata por la presidencia en 2016. Ya, entre tanto, los republicanos señalan el acuerdo de ser solo una postergación de las ambiciones nucleares del Irán de los ayatolas.
Todavía el acuerdo de 109 páginas, en el capítulo del levantamiento del embargo económico a Irán, debe obtener en los próximos 60 días la aprobación en el Congreso de E.U. Allí se anuncia una batalla en contra, aunque Obama, que cuenta con un respaldo en apariencia mayoritario, se muestra dispuesto a vetar cualquier iniciativa adversa.
Mientras corren el debate y las decisiones, él subraya que “este acuerdo hace a nuestro país y al mundo más seguros. La alternativa (la guerra) supone un mayor peligro”.
Los más escépticos advierten las fisuras del pacto: al levantarse las restricciones a la economía iraní, paradójicamente, se abrirán en cinco años las puertas al mercado de armas e Irán tendría licencia para ser un gigante militar.
Ese riesgo lo matiza el hecho de que precisamente la solidez de sus fuerzas armadas sirva para impedir que se concreten la expansión y las amenazas de los extremistas musulmanes (el Estado Islámico y Al Qaeda) contra Israel y los intereses occidentales en Oriente Medio. Irán, entonces, será un aliado circunstancial clave para intentar apaciguar y ordenar Siria e Irak.
El acuerdo no recorta las distancias políticas entre Estados Unidos e Irán, alargadas también por el discurso religioso. Los republicanos lo saben y le reclaman a Obama por sus presos en ese país. Los precandidatos presidenciales Marco Rubio y Jeb Bush, por ejemplo, exigen condiciones mejores, porque lo logrado es “peligroso y profundamente defectuoso” para la seguridad internacional.
Ese escepticismo contrasta con la aceptación popular que tuvo el acuerdo entre los ciudadanos iraníes: allí esperan que la economía despegue y se abran perspectivas de modernización en la industria petrolera y la aviación comercial, pero en especial que la libre inversión y el flujo de productos reactiven el empleo y la llegada y salida de divisas y remesas.
En el terreno político y cultural, el cese del embargo también oxigena la posibilidad futura de que ambas naciones reactiven sus sedes diplomáticas y reduzcan el ambiente de enemistad que trajo la revolución iraní de 1979, con la toma de la embajada y de rehenes norteamericanos en Teherán.
La imperfección es aceptable en el mundo de la diplomacia. Y por ahora hace posible que Irán deje de ser un enemigo declarado de Occidente y pase a ser un rival con el que se puede dialogar.