El país asiste a la discusión que cada cuatro años se presenta en período preelectoral, sobre la actividad de funcionarios del alto gobierno que desempeñan simultáneamente su papel político-institucional como cabezas de entidades del Estado, y el político-proselitista con objetivos electorales.
El caso más visible es el del vicepresidente de la República, Germán Vargas Lleras. A muchos parece sorprender que el vicepresidente esté haciendo política. Pero es que la está haciendo desde el primer momento, a la luz del día y ante testigos de todas las procedencias. Para eso fue designado por el presidente Juan Manuel Santos. Los vicepresidentes, según la Constitución, tendrán las funciones que el Presidente les asigne. Al actual le encomendaron la gestión de las áreas de infraestructura y vías, vivienda y agua potable. Mayor visibilidad a la hora de entregar obras y resultados tangibles no puede haber.
Ahora bien, paralela a esa evidencia va la consideración de la desigualdad de oportunidades que implica para otros precandidatos que no tienen acceso ni a la visibilidad que reporta el cargo desempeñado ni mucho menos a los medios y bienes del Estado puestos al servicio del funcionario-candidato.
Hay una desigualdad notoria, pero consustancial al ejercicio del cargo público. Ahí la línea entre la actividad como funcionario y la del político en busca de votos es difusa. Todos los que han participado del ejercicio del poder político en Colombia se han visto a la vez beneficiados por este sistema y perjudicados en otro momento. Si ahora Horacio Serpa se queja del activismo electoral de Vargas Lleras, él mismo se benefició de toda la maquinaria gubernamental en las elecciones de 1998.
Con la aprobación, en 2004, de la reelección presidencial (ya abolida), la desigualdad para los partidos y candidatos de oposición fue aún mayor. Se intentó equilibrar con una ley de garantías electorales cuya consecuencia más visible fue poner trabas a la contratación pública seis meses antes de las elecciones. Pero el proselitismo de los funcionarios siguió igual. Es, no obstante, una condición propia del ejercicio de la política. Revísese, si no, el período de cuatro años de campaña continua de Gustavo Petro en Bogotá.
Que sea lo habitual no quiere decir que haya que aceptarse sin más. La preocupación mayor es la utilización de bienes y recursos del Estado para hacer campaña. Eso ocurre de forma permanente en Colombia a pesar de estar prohibido por la ley.
Muchos políticos dicen que es una legislación obsoleta, que da la espalda a la realidad y que no sirve de contención al abuso de la función pública como mecanismo de búsqueda de votos. Pero la norma existe, tiene rango constitucional y hay que velar por su aplicación, en tanto se llegue eventualmente a un consenso político -tan difícil en el país para cualquier asunto- para cambiar las reglas de juego electorales.
Un buen desempeño en el ejercicio de la función pública, con eficacia en los resultados, eficiencia en el manejo de los recursos públicos, probidad en el desempeño del cargo y logro de metas en beneficio de la sociedad colombiana siempre será la mejor carta de presentación de un candidato, más que las promesas y diseño de programas irrealizables.
Varios de los ministros que actualmente pugnan por posicionarse en el partidor de candidaturas deben ofrecer, antes que todo, un balance de lo efectivamente realizado. El de Agricultura, Aurelio Iragorri, por ejemplo, debía entregar un Excel donde figure lo que prometió a lo largo y ancho del país, y lo que efectivamente entregó y ejecutó. O la ministra de Trabajo, Clara López, en campaña desde que se posesionó y con magros resultados.
Por eso mismo, todos los precandidatos en ciernes deben atender el llamado del procurador, Fernando Carrillo, y retirarse ya del Gobierno. El uso de los bienes y los recursos públicos debe destinarse a los programas a los que están llamados, no a impulsar candidaturas.