Los últimos sueños de Luis Alberto Cartagena volaban sobre un dron que había diseñado de la mano de sus maestros de la Institución Universitaria Pascual Bravo, para chequear los niveles de contaminación del aire de Medellín en las alturas. Pero el sábado en la mañana fueron derribados por los disparos de dos ladrones de motocicletas en el intercambio vial de la Madre Laura.
Este homicidio que hoy acongoja a la ciudadanía del Valle de Aburrá, y del municipio de Santa Fe de Antioquia, de donde era oriundo el joven inventor, no puede reversar el ánimo, la decisión y el compromiso de continuar en la paciente tarea de construir una metrópoli humana, tolerante, segura y enamorada de la vida. Este asesinato arrastra dolor, indignación y frustración. No hay duda. Pero es precisamente el deseo de no ver morir más a nuestros muchachos, de esta manera absurda e infame, el que nos debe empujar a redoblar esfuerzos por esa transformación cultural.
Sobre las calles de Medellín y el Valle de Aburrá se ha derramado mucha sangre de inocentes, pero también la de miles de personas atrapadas en la espiral de violencia levantada por las corrientes del narcotráfico, de la delincuencia organizada, de la inequidad y de la marginalidad social. Debilitar esos factores ha llevado un cuarto de siglo, y en especial lo que va corrido de este milenio.
Por eso el sacrificio triste y descorazonador de Luis Alberto, que buscaba ayudar a la descontaminación de Medellín y a prevenir males causados por la polución, tiene que convertirse en motivo para que como sociedad no decaigamos en el reto de contener la violencia y la muerte.
Un compromiso que vaya desde el estímulo familiar, escolar y social para que las nuevas generaciones honren la vida y la legalidad, hasta el deber de denunciar y de apoyar a las autoridades para luchar contra las estructuras criminales que persisten en el delito como empresa y en la perversión de niños y adolescentes, desorientados en su ética y su conciencia, que luego terminan involucrados en robos, microtráfico, prostitución, extorsiones y en el extremo de crímenes y homicidios como el que hoy lamenta Medellín.
En contraste con esa realidad malformada del pillaje, este joven creador y deportista -a quien se rendirá honor con el bautizo de su nave y su proyecto como Cartagena I y un aula con su nombre- es la semilla de la ciudad nueva, de la sociedad renovada y de la cultura afectuosa que no debemos dejar de regar, de inspirar, de construir.
Leer los titulares sobre el asesinato y el entierro de Luis Alberto nos obliga a evitar los avisos exequiales de los muertos de una violencia urbana a la que cada vez hay que restar causas, justificaciones, protagonistas y escenarios. Que el asesinato de este soñador, hijo y alumno querido por las comunidades que integró, haga que cada uno multiplique el mensaje sobre la inutilidad de las armas y sus efectos dañinos y desgastantes.
Alentemos una gran campaña cultural contra la violencia y la muerte desde los hogares, las aulas, los barrios, las calles. Pero reclamemos también un Estado y una institucionalidad fuertes, transparentes y actuantes, que sean ejemplo y apoyo en ese proyecto.
La muerte de Luis Alberto no puede pasar de largo. Ni la de ningún ciudadano. Y antes que alicaídos, despertemos a continuar con el cambio al que Medellín no puede renunciar, el de la convivencia, la seguridad y el respeto al derecho invaluable a la vida.