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No solo ha sido una sobrecogedora manera de expresar solidaridad con Miguel Uribe Turbay, sino también un contundente mensaje al presidente Gustavo Petro: el país no quiere más discursos de odio, división y de guerra, el país está dispuesto a defender su democracia
La magnitud de la Marcha del Silencio que tuvo lugar en todo el país representa, sin duda, uno de los episodios ciudadanos más significativos en los últimos años en Colombia.
No solo ha sido una sobrecogedora manera de expresar solidaridad con Miguel Uribe Turbay –el líder de la oposición en el Congreso que se debate entre la vida y la muerte tras un atentado–, sino también un contundente mensaje al presidente Gustavo Petro: el país no quiere más discursos de odio, división y de guerra, el país está dispuesto a defender su democracia.
En Medellín la foto tomada desde un piso alto, que publicamos hoy en la portada de EL COLOMBIANO, no alcanza siquiera a captar el principio ni el final de una larga fila de personas a lo largo de muchas cuadras. Las imágenes tomadas por un dron en Bogotá, muestran una interminable procesión de ciudadanos decididos y una Plaza de Bolívar a reventar. Así mismo ocurrió en Cali, en Bucaramanga, en Villavicencio.
Las marchas fueron impresionantes. Marchas que, es necesario decir, surgieron de manera espontánea, se convocaron en menos de una semana y nadie, ningún político, quiso apropiarse de ellas. Se trató de una expresión genuina, y demostró la necesidad que tenía el país, la nación, el pueblo, de expresar su profundo inconformismo.
Si bien la gente se volcó a las calles para decir “Fuerza Miguel”, la crítica situación del senador también ha servido de inspiración para protestar contra todas las arbitrariedades del Gobierno Nacional. En las marchas, el silencio se veía interrumpido con cánticos como: “¡Fuera Petro!” y “¡Abajo las reformas!. ¡Abajo la consulta!”.
El mensaje es claro: el pueblo colombiano está hastiado. Hastiado de la destrucción como política, del desorden como norma y de la inseguridad como telón de fondo cotidiano. No más odio ni resentimiento desde el poder, no más discursos oficiales que agitan la división y avivan el enfrentamiento. No más llamados a ‘guerra a muerte’ desde el atril presidencial. No más discursos que trivializan la Constitución.
El contraste con las marchas promovidas por el Gobierno en los últimos meses es abismal. En las de ayer, nadie transportó a los indígenas desde el Cauca, no se dispusieron buses, no se repartieron almuerzos ni se le dio a nadie ‘la liga’, ni se obligó a estudiantes del SENA, a contratistas o a funcionarios públicos a asistir. Tampoco hubo una coreografía oficialista. Fue una movilización austera, pero poderosa. Sin gasto público, sin escenografías, sin aparataje estatal.
En la marcha de ayer nadie gastó un solo peso, a diferencia de los gastos multimillonarios en los que ha incurrido Petro para tratar de hacer creer al país que lo acompaña el “pueblo”.
Con esta marcha se ratifica lo que es obvio: la protesta ciudadana, las marchas del pueblo, no se hacen en favor de un gobierno sino por el contrario para reclamarle a él. Durante tres años se ha acumulado un profundo malestar: por la demolición del sistema de salud, por la inestabilidad fiscal, por la incertidumbre energética, por los escándalos de corrupción y por las señales de autoritarismo. Y de alguna manera esta marcha del silencio se convirtió también en el catalizador de todos estos dolores y agravios.
Gustavo Petro suele invocar al “pueblo” como si fuera una propiedad exclusiva. Pero esta movilización demostró que está lejos de ser así. La legitimidad no se construye con redes sociales ni se impone con propaganda: se construye con coherencia y se mantiene con respeto.
La ciudadanía ha comenzado a escribir un nuevo capítulo: uno en el que la resistencia no se expresa con piedras, sino con civismo; en el que el desacuerdo no destruye, sino que edifica. Y este capítulo apenas comienza.
Colombia marchó, y lo hizo en silencio. Un silencio que, como decía Pascal, “tiene su propia elocuencia”. Porque es el silencio de quienes no se rinden.