Pico y Placa Medellín
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Si el presidente Petro tiene dentro de sí un termómetro que mida con sinceridad el nivel de apoyo popular, tendrá que reconocer que la marcha del 27 de septiembre tuvo más cara de fracaso que de triunfo”.
Decía la Billo’s Caracas Boys que el cariño verdadero ni se compra ni se vende. Y eso fue lo que parece ocurrió en la marcha convocada por el presidente Gustavo Petro el miércoles 27 de septiembre. Con mucho esfuerzo y con un gasto que raya en el derroche el Gobierno logró llenar la Plaza de Bolívar.
Aunque desde arriba las imágenes del dron mostraban algunas zonas vacías (El Espectador aseguró que solo llegaron 17.000 personas a la Plaza de Bolivar), bien podemos en gracia de discusión decir que el Gobierno llenó la emblemática plaza. Pero, la pregunta que habría que hacer es: ¿cómo se mide el éxito de esta marcha? ¿Llenar la plaza es suficiente triunfo para Petro?
Desde un punto de vista sí. El Gobierno se mostró feliz con el resultado de su esfuerzo. Cundió el entusiasmo. El presidente Petro dijo que si las elecciones fueran al día siguiente él volvía a ganar. Los funcionarios del gobierno montaron fotos y abrazos en redes sociales. Y sin duda ver la plaza llena levantó los ánimos de un Gobierno que ha recibido varias palizas en lo que va corrido del período.
Pero desde otro punto de vista tal vez no. Porque hay que decir que a esta marcha se le vio más lo prefabricado que el fervor. Se le vieron las costuras más que a otras. Si el presidente Petro tiene dentro de sí un termómetro que mida con sinceridad el nivel de apoyo popular, tendrá que reconocer que esta marcha tiene más cara de fracaso que de triunfo.
Todo muy organizado. Todo el peso del Estado volcado en lograr que la gente se botara a las calles a marchar. Y en realidad el resultado no se compadece con el esfuerzo. El fervor brilló por su ausencia. En Medellín, las respuestas a las arengas eran frías. Tal vez porque, como suele suceder, cuando más plata hay, y más se nota la mano del poder, más espíritu falta.
El Gobierno instaló en Bogotá una tarima inmensa que costó 263 millones de pesos. Puso a funcionar una maquinaria de propaganda para concurrir a la marcha operada desde las redes sociales de la mayoría de los ministerios. La televisión y la radio estuvieron repletas de cuñas pagas o por código cívico. Y marcharon indígenas a los que trajeron en buses de lo más profundo del Cauca hasta Bogotá. Así como a los campesinos de Antioquia, Caldas y Chocó a los que movilizó a Medellín la Agencia Nacional de Tierras.
Quedó claro que si la plaza estaba llena, lo estaba no porque el pueblo la hubiera llenado, sino porque el gobierno financió y organizó la llegada allí de decenas de miles de personas, sobre todo de comunidades indígenas del Cauca, cuyas organizaciones, sabemos hoy, han resultado ser beneficiarias de multimillonarios contratos de objeto ambiguo.
La marcha del 27 de septiembre tal vez será recordada como la del populismo vacío. No hay tal apoyo popular multitudinario: si no fuera por esos grupos de indígenas, y si no fuera por todos los funcionarios públicos a los que les ordenaron salir (incluso instruyéndoles qué camiseta se debían poner), y si no fuera por los sindicatos estilo Fecode que aspiran a que Petro los llene de poder, habríamos visto una plaza más bien vacía.
Nadie va a recordar ni se va a dejar impresionar por una jornada que no tuvo nada de expresión auténtica, y que fue, prácticamente en su totalidad, un evento libreteado, organizado, orquestado y financiado por el propio beneficiario. Un evento más parecido a aquellas comedias a las que les entran risas grabadas, o que tienen un público pagado que responde a un letrero de “Aplauso”.
Más temprano que tarde esos funcionarios que terminaron felices la jornada se van a dar cuenta de que el país es el mismo. Que la popularidad del gobierno sigue cuesta abajo, y que las reformas en el Congreso cada día la tienen más difícil. Que la incapacidad ejecutiva sigue haciendo pasar vergüenzas a un gobierno que ni siquiera es capaz de ejecutar sus propios programas. Descubrirán que el mundo no cambia a punta de marchas, y menos si ellas son pagas. Ni tampoco cambia por reformar la letra de una ley en el Congreso.
Tendrán que entender que la fórmula para el cambio, para transformar las condiciones de inequidad e injusticia, exige un liderazgo estratégico a la hora de afrontar los problemas, que se necesita un equipo de funcionarios que conozcan a fondo cada materia y tengan la habilidad de aplicar ese conocimiento. Y sobre todo para transformar la realidad se necesita trabajo, disciplina y dedicación.
Las marchas y los discursos, a la hora de gobernar un país, no hacen magia.