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Cuando el corazón del poder se empieza a llenar de nubarrones tarde o temprano deja de latir para la democracia. Y ese es un riesgo que Colombia no puede permitirse
La Casa de Nariño es, por definición, el corazón del poder en Colombia. Desde allí se toman las grandes decisiones, se traza el destino del país y se le irriga un cierto carácter a toda la población a través de las venas del Estado. Por eso cuando el corazón del poder se carga de sospechas o se corrompe, todo el cuerpo democrático comienza a fallar. Y esto es, precisamente, lo que parece estar ocurriendo –o mejor, ratificándose– con los recientes episodios de Palacio.
El fallido retiro de Angie Rodríguez, directora del Dapre y mano derecha del presidente Gustavo Petro, puso de nuevo al descubierto una atmósfera de sospechas y retaliaciones que hace tiempo rodea a Presidencia. Su salida se produjo en medio de versiones de que se opuso al nombramiento de José Alexis Mahecha —exagente del DAS en tiempos de las chuzadas a la Corte Suprema de Justicia— en un cargo estratégico dentro del Ministerio de Hacienda. “Incomodo a mucha gente por ser honesta”, dijo Rodríguez.
Pero el episodio dio un giro más inquietante cuando, apenas un día después, denunció que cinco hombres encapuchados irrumpieron en la casa de sus padres, revolvieron el lugar durante más de una hora y se llevaron documentos y objetos personales sin valor económico evidente.
Y el país quedó más perplejo cuando, tras esa revelación, Angie Rodríguez no solo terminó atornillada en su cargo sino que el presidente Gustavo Petro la condecoró. Todo eso ocurrió en menos de cuatro días.
No es un caso aislado. El ministro de Justicia encargado y director de la oficina de anticorrupción del Gobierno Nacional, Andrés Idárraga, afirmó a EL COLOMBIANO que no descarta “fuego amigo” en este y en el caso que también se conoció esta semana del ministro Armando Benedetti, quien denunció que su celular había sido interceptado de manera ilegal.
Ese concepto —fuego amigo— podría ser una descripción de lo que ocurre en los pasillos de la Casa de Nariño. Pero también podríamos estar frente a una inmensa “cortina de humo” para tapar, por ejemplo, la noticia bomba de esta semana: la Fiscalía señaló a dos ministros de Petro, Ricardo Bonilla de Hacienda y Luis Fernando Velasco de Interior, como cerebros del “plan criminal” para saquear la Unidad de Riesgos y comprar congresistas.
De cualquier manera, estos hechos muestran un ambiente completamente enrarecido alrededor de la casa de Gobierno de Gustavo Petro, en donde parece reinar el chantaje y otros métodos de intimidación política. No tiene lógica que los más altos funcionarios del Estado se dediquen a hacer denuncias sin haber investigado el caso. Es como si el propósito fuera no tanto resolver el problemas sino crear el escándalo.
Y es que el contexto no ayuda. Hay que recordar que desde temprano en el gobierno, el cargo de director del Dapre ha estado marcado por una seguidilla de controversias no propiamente políticas sino que rayan incluso con el delito. Laura Sarabia, por ejemplo, protagonizó un escándalo por el robo de dólares que tenía en efectivo en una maleta y como consecuencia del cual pasaron por el polígrafo a la niñera. Y no solo eso, durante su periodo como “jefa de gabinete”, se filtraron los audios en los que Armando Benedetti le gritaba que, si él hablaba, “todos iban para la cárcel”. Y en medio de esa polvareda, el coronel Óscar Dávila apareció muerto, en teoría producto de un suicidio, en circunstancias nunca del todo aclaradas.
Otro director del Dapre de Petro fue Carlos Ramón González, hoy prófugo de la justicia, señalado por la Fiscalía de participar en un “plan criminal” para saquear la UNGRD. En las entrañas de la Casa de Nariño, según la Fiscalía, se manejó la operación para comprar a congresistas con los recursos que debían ser destinados a tareas como llevar agua a la Guajira.
Y luego llegó el pastor Saade, cuyo paso fue breve, errático y lo dedicó a amenazar al país con medidas dictatoriales como cerrar el Congreso y restringir medios de comunicación.
Ahora, con Rodríguez, vuelve a repetirse ese patrón perturbador: un funcionario cercano al presidente amenaza con salir del cargo en medio de tensiones, y poco después denuncia intimidaciones, amenazas o presiones. ¿Quién está detrás de esta historia?
Cuando este tipo de episodios se repite en el corazón del poder, no se trata de escándalos aislados: se trata de una falla sistémica. Si el órgano que debe coordinar la acción del Gobierno opera bajo intrigas, chuzadas e intimidaciones termina infartado todo el Estado.
Una presidencia contaminada con prácticas opacas no puede liderar un proyecto de país que se proclame transformador, ético y comprometido con la transparencia.
No basta con negar, minimizar o reemplazar nombres: se requiere una cirugía ética de fondo. Porque cuando el corazón del poder se empieza a llenar de nubarrones tarde o temprano deja de latir para la democracia. Y ese es un riesgo que Colombia no puede permitirse.