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¿En qué país serio un ministro puede insultar a una magistrada con epítetos de cantina y seguir en su cargo? No nos llamemos a engaños: el problema no es solo Benedetti, sino el presidente que lo sostiene.
Para ver el retrato más nítido de la decadencia del gobierno de Gustavo Petro basta con darle una mirada al ministro del Interior, Armando Benedetti. O, mejor dicho, al comediante involuntario que ocupa uno de los cargos más encumbrados del Estado y que, con una chabacanería solo comparable con su prontuario, ha decidido llevar el debate público a un nivel que tal vez ni en un bar se atreverían.
Es posible que ni Nicolás Maduro, ni Daniel Ortega, ni Javier Milei, ni siquiera Donald Trump —todos ellos maestros del insulto— hayan alcanzado el tono grotesco que empleó Benedetti para referirse a la magistrada Cristina Lombana: “Loca, demente y delincuente... es una loca hijueputa... es un monstruo de loca”, dijo, completamente alterado y sin sonrojarse, por los micrófonos de la W.
La agresión fue tan violenta y vulgar que dejó sin habla por unos largos segundos a los periodistas, así como estupefactos e indignados a los oyentes. Pero Benedetti sigue campante, protegido por el aura de intocable que le confiere el afecto presidencial. Como si lo suyo fuera una anécdota pintoresca y no un atentado verbal, institucional y legal contra una magistrada de la Corte Suprema.
Benedetti no es un simple escándalo: es el síntoma más visible de una grave enfermedad que aqueja al gobierno. En este régimen, la lealtad mal entendida se premia con ministerios, y la falta de escrúpulos con embajadas de lujo. Como si estuviéramos presenciando una nueva temporada de El Padrino.
Vale la pena recordar que este mismo personaje —acusado de enriquecimiento ilícito, señalado por golpear mujeres, e investigado por presuntas irregularidades en la financiación de la campaña presidencial— fue premiado con un cargo diplomático en Roma: había que sacarlo del país tras filtrar audios que comprometían al corazón del petrismo.
Y como la ética del régimen es tan laxa como su narrativa, el Estado colombiano gastó cerca de $1.200 millones para poner a funcionar esa embajada improvisada –o de fachada– en una lujosa mansión de tres pisos en Roma.
A propósito, ahora Benedetti está siendo cuestionado por otra mansión, esta vez personal, en Puerto Colombia, Atlántico, que valdría más de 3.000 millones. Una propiedad más propia de un magnate que de un servidor público, y que plantea preguntas incómodas sobre el origen de esos recursos teniendo en cuenta que estamos hablando de quien enfrenta siete procesos penales, dos de los cuales están en juicio ¿Con qué dinero construye alguien que debe sostener varias familias y dice no tener cómo pagar sus abogados?
El vínculo de Benedetti con el clan Torres —que ha logrado contratos por al menos $180.000 millones durante el Gobierno de Petro— es otro eslabón del mecanismo. Euclides Torres fue quien supuestamente le “prestó” al ministro $3.600 millones en efectivo, según Benedetti declaró ante la Corte. Un préstamo que huele más a coartada que a operación financiera.
El caso de Benedetti es tan escandaloso que no se sabe que puede ser peor: si sus palabras violentas, su desfachatez o la resignación de un Gobierno que ha normalizado el cinismo. ¿En qué país medianamente serio un ministro de Estado puede insultar a una magistrada de la Corte Suprema con epítetos de cantina y seguir en su cargo al día siguiente?
No nos llamemos a engaños: el problema no es solo Benedetti, sino el presidente que lo sostiene. Gustavo Petro, el mismo que predicaba transparencia con tono de cruzado, ha terminado entregando el país a un abismo ético nunca antes visto. A Benedetti no lo respalda por sus capacidades, sino por lo que sabe. Es el hombre que conoce los secretos de la campaña.
Ni el presidente Petro ni el ministro Benedetti alcanzan a imaginar la magnitud de la indignación ciudadana. Si uno cuenta el episodio sin nombres bien cualquier podría creer que se trata de una de los capítulos más tenebrosas de House of Cards: un alto funcionario del gobierno con el agua al cuello por deudas con la justicia, exhibe una riqueza que no se compadece con sus ingresos, y abusa del poder para atacar a quien lo investiga. Como si fuera poco, se trata de un hombre con un absurdo historial de señalamientos de violencia contra las mujeres que ahora ataca a una mujer que está tratando de hacer lo que la Constitución manda. Y al final del episodio, el Presidente no lo reprende sino que por el contrario sale a respaldarlo.
Y así, la Casa de Nariño parece atrapada en una red de chantaje mutuo. Un presidente que ha sacrificado su proyecto político —como lo demostró en aquel consejo de ministros televisado— por miedo a lo que Benedetti pueda contar. Un Benedetti que se aferra con desespero al poder como escudo contra la justicia. Y ambos manejando el poder y tomando decisiones desde el descontrol, las presuntas adicciones y los vacíos de conciencia.
Colombia más que gobernada está atrapada.